No todas son malas noticias. Por ejemplo, dos mexicanos están a punto de enderezar la torre inclinada de Pisa. ``El éxito que han tenido los trabajos que se llevan a cabo en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México ha sido una gran contribución y (factor) determinante para que la Comisión de la Torre adoptara (esta) técnica de subexcavación'', declaró Michele Jamiolkowski, coordinador de la Comisión Internacional para la Salvaguarda de este monumento. El arquitecto Jorge Zaldívar y el ingeniero Enrique Santoyo, quienes estuvieron a cargo del proyecto y la obra por parte del Conaculta, fueron invitados por el presidente del Consejo de Ministros del Gobierno Italiano. Informaron que ``los 98 cm de rectificación horizontal de la Catedral se lograron mediante la subexcavación de 4 mil 219 metros cúbicos''. Se habla, extraoficialmente, de que también se desplazaría a la ciudad italiana la mano de obra que trabajó en dicho proyecto. Entrevistado de manera informal, uno de los maestros de obra que intervino en los trabajos de la Catedral declaró para esta columna: ``No ps está a todo dar, ¿no? Mire: aquí chambeamos como 1,200, contando chalanes, medias cucharas y todo. Bueno, al principio éramos como 1,500 pero por brujería, evaporación o por el gusto de quedar en tierra santa, se nos extraviaron unos 300. Pero dígales a los italianos que no hay purrún, nosotros estamos listos para enderezarles la famosa torre hasta donde quieran, si quieren se las dejamos de una vez bien derechita o se las inclinamos p'al otro lado y así estrenan nuevo estilacho.'' Los problemas que se contemplan no son el pago -``ai nos arreglamos'', dijo también el Maistro- ni el traslado, sino lo que pueda costar el montar una o dos tortilladoras con todo y operarios, llevar las toneladas de masa de nixtamal que se consumen cada semana, los expendios de frutas y verduras donde puedan comprar el chilito, el jitomatito, la cebollita para el almuerzo y los tacos de canasta (dos o tres vendedores con todo y bicicleta) que consumen aquellos que quedan excluidos del sabroso y fundamental brunch de albañil, además de la enorme cantidad de cocacolas y otros refrescos bien dulces con que poder deslizar el clásico taco de bisté que los nuestros engullen con especial delectación (y a nosotros, los profanos, siempre se nos antoja al pasar junto a una obra a la hora de comer). Esperamos, sinceramente, que el Conaculta y la Comisión logren subsanar los problemas para que la rectificación horizontal de la torre inclinada de Pisa sea una obra auténticamente mexicana. Vale.
Los cómics de Vid atacan de nuevo. Nos acaba de llegar el más reciente engendro de la famosa DC Comics. Se trata, ni más ni menos, que de Sergio Aragonés destruye DC. El célebre dibujante de la revista Mad -quien de héroe de historietas no tiene nada- repasa, junto con el escritor Mark Evanier, a Superman, Batman y los superhéroes de la Legión de la Justicia con su ácido humor (a veces un poco demasiado gringo). Quizás el mejor capítulo sea el de Wonder Woman, a quien terminan por acosar los sadomasoquistas cuando la buenérrima hembra del corset apretado y los calzoncitos llenos de estrellitas amenaza con atar y golpear a un delincuente. El cómic también incluye una semblanza de Sergio Aragonés (no confundir con Santiago Genovés, antropólogo que logró demostrar por qué nunca viajaban juntos hombres y mujeres en las travesías trasatlánticas), cuyo currículo (sin albur) en el mundo del cómic es largo y espeso (ídem). En fin, que usted, irremediable lector(a) y fan de Mad, ya sabe a qué atenerse, y aquel que no lo es, de todas maneras podrá disfrutar de un cómic espléndidamente bien hecho, impreso a todo color y en papel impecable, como ya está acostumbrándonos el Grupo Editorial Vid. Vale 27 blindados y es de colección.
Hugo Hiriart se pone al piano. Nuestro ubicuo colaborador, multiescritor y amigo, junto con Tusquets Editores, lo invitan a usted, musicólogo(a) lector(a) que se atiene a las sorpresas, a la presentación del libro Los dientes eran el piano. Un estudio sobre arte e imaginación, del susodicho H.H. El acto -en el sentido literal de la palabra- tendrá lugar este miércoles 4 de agosto, a las 20 hrs., en el Museo Sumaya (dentro de Plaza Loreto). Estarán presentes el musicólogo y compositor José Antonio Alcaraz, el poeta David Huerta (quien quizá, si el público lo anima, interpretará un aria de Alcaraz acompañado por Hugo al piano) y el mismísimo autor; además, habrá una lectura a cargo de los actores Angélica Aragón y Sebastián Hiriart. Resulta curioso que para el vino de honor pidan puntualidad, si como el mismo Hugo -bebedor en reposo- sabe, los borrachos es a lo único que llegamos puntualmente. Felicidades a Hugo y salud con agua Perrier, el coñac de las aguas.
Carlos García-Tort
ALARCîN, YOLDI EN CUEROS Y EL TIRO DE GRACIA
Regreso al tema de la censura y acabo de contarles, al señor diputado interesado en estas aventuras y a los escasos, pero queridos lectores de esta columna, lo sucedido en la UNAM en la época en que tenía a mi cargo (véase la solemnidad tipo civil service con la que me refiero a mis fracasos) el teatro universitario. Basta de digresiones. Regreso sin más a mis corderos (``Pathelin'' dixit): 1. Queríamos estrenar el Teatro Juan Ruiz de Alarcón con una obra de su santo patrono. Escogimos La prueba de las promesas y nos dimos a la búsqueda del director capaz de montarla en mes y medio de ensayos. Los señores de la guerra (el teatro mexicano es muy parecido a la China anterior al Kuo ming tang) no aceptaron y sólo uno de ellos, Juan José Gurrola, se mostró dispuesto a jugarse la aventura. Se celebraba una importante efeméride universitaria y el rector echaba la casa por la ventana. Los señores de la academia se entogaban y embirretaban los unos a los otros en pomposas ceremonias, se grababan videos y discos, se publicaban libros y se daban conciertos en la ya bien afinada sala con nombre de Rey de Texcoco. Los señores Carpizo y Fernández Varela, entre otros administradores, encabezaban los jolgorios de la inteligencia. Gurrola (nunca supo ni quizo saber lo que pasaba entre las bambalinas) realizó una puesta en escena divertida y confusa a la vez (tal vez más confusa que divertida) y, con toda la mala leche de que era capaz su original y abundante talento, preparó algunos sarcasmos sobre la academia enfiestada y los emblemas de su sabiduría indiscutible. Romanca me recordó hace poco que, antes de abrir el telón, se iluminaba el proscenio. Ahí, sobre un solemne escritorio, aparecía un mono disecado, con toga, birrete y un papel higiénico en las manos. Por lo demás, el verso de don Juan fue moderadamente respetado y la anécdota se entendía en un cuarenta por ciento (otras puestas en escena de teatro clásico español realizadas tanto en México como en España, sonaban más bien a búlgaro eclesiástico). El día del ensayo general vi entrar a los celosos guardianes de la moral con caras de pocos amigos y pasos de ejecutivo de cualquier nomenclatura. Conforme avanzaban las ocurrencias gurrolianas, veíamos cómo los rostros de los de traje oscuro se ensombrecían y cómo sus manos se aferraban rabiosas a los brazos de la butaca. En una escena, mi amigo Oscar Yoldi, ataviado con una bien almidonada gorguera y un jubón recamado, mostraba sus vergüenzas sin inmutarse, pues de la cintura para abajo no había tela de donde cortar (ahora îscar dice, y con razón, que me corrieron de Difusión Cultural por sus huevos). En otra, aparecía colgado de un gancho en un enorme refrigerador y, en otra más, se arrodillaba frente a un conejo gigantesco, hecho de peluche color de rosa, en el que galopaba Rosenda Monteros mientras decía el verso alarconiano. Cerraba la marcha de las audacias gurrolescas un grupo de tenistas desprovistas de calzones y, tal vez, demasiado brinconas. Sentí la helada mano del doctor Carpizo (algo parecido al trozo de hielo que Oliveira de Salazar dio a Torga en una reunión anunciadora de exilios) y la reprobación del coordinador general de las diversas extensiones. Chiflé distraído, como Laughton en la escena de la película en la que lo acosa el enorme ratón del delirium tremens y, confiado en que ya no podían hacer nada, armé el revólver de la ruleta rusa y puse todo en orden para el estreno de la obra que sería al día siguiente. Se estrenó, fue denostada o admirada (más lo primero que lo segundo) y yo sentía los truenos cada vez más cercanos y la inminente llegada de la tormenta. Llegó al día siguiente. Sonó la red y la voz del rector, grave y mesurada, anunció un final que Fernández Varela y los otros censores tenían ya bien anunciado. Así fue el diálogo:
Yo: Dentro de veintiocho días, pues la actriz principal tiene un compromiso de televisión. R: No. Debe acabar mañana. Yo: Señor, no se puede... la Universidad produjo la obra y no puede quitarla... no es muy buena la puesta en escena, pero tiene sus valores... además, como gente de teatro no puedo participar en un acto de censura... en fin... no es posible... Silencio embarazoso e interminable. R- Está bien, Hugo... que siga adelante, pero dentro de veintiocho días me entrega su renuncia... comprenderá que tengo que ofrecer su cabeza a los censores. Yo- Está bien, señor rector. Detener un acto de censura bien vale una renuncia con todas sus consecuencias económicas.
Ni siquiera me enojé, ni se me ocurrió patalear, pues sabía que no contaba con el apoyo de los señores de la guerra teatral y que no estaba el horno para bollos en materia de movilizaciones de la comunidad. Además, el conflicto con el rector no se dio a la manera mexicana (abrazo asesino disfrazado de efusivo, puñaladón a la mala, patadones debajo de la mesa) sino frente a frente como en un buen Western. Disparé, fallé, disparó y me dio en la cabeza... claro que las pistolas eran de distintos calibres, pero... una defensa de la libertad teatral bien valió una renuncia, la venta de un Datsun para sobrevivir y el depender del sueldo de la esposa hasta que algo saliera por ahí.
Hugo Gutiérrez Vega
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Cervantes
Cervantes tiene 66 años cuando se autorretrata. Sólo le quedan tres años de vida, pero serán de gran fecundidad artística, pues todavía publicará Ocho comedias y ocho entremeses, el Viaje al Parnasoy, sobre todo, la prodigiosa segunda parte del Quijote (y póstumamente verán la luz los extraños e inalcanzables Trabajos de Persiles y Segismunda, obra en la que había depositado sus mayores esperanzas literarias). He aquí el autorretrato; lo transcribo entero porque no tiene falta ni desperdicio:
¿Por qué, nos preguntamos, es tan entrañable, cálida, eficaz esta prosa? Hay reposo en ella, sosiego, una resignación tranquila y sabia: como si dijera ``los años pasan, hermano, qué le vamos a hacer''; hay aceptación, pero no hay el menor rastro de amargura o rebeldía, sino conformidad con las cosas. La literatura de Cervantes, como la de Saramago, es literatura de viejo, arte de vejez, tan raro y preciado. Impresiona, desde luego, el asunto de los dientes, su detallada descripción. ``Vale más un diente que un diamante'', decía un refrán de la época. Es parte señalada del estilo de Cervantes que hable de esto, y no de otras cosas, esta materialidad. Porque, claro, tu estilo está determinado, en cierta medida, por lo que dices y lo que callas (como tu personalidad se define por aquello en que te fijas, lo que llama tu atención). Cervantes no dice si usaba lentes o ``gafas'' para leer. ¿Podemos de allí dar por hecho que no las usaba? Un punto curioso es la facilidad con que declara eso de ``a imitación de César Caporal Perusino''. ¿Te imaginas un novelista actual diciendo ``escribí esta novela a imitación de las de William Harrison Faulkner''? No, imposible, y se sentiría deshonrado si alguien se lo dijera. También Cellini se sentía orgulloso de lo que imitaba o copiaba. ¿Qué podemos pensar de esta franqueza? Una conclusión es ésta: la originalidad no es condición necesaria para la producción de gran arte. Y otra conclusión podría ser: la originalidad es una categoría artística prescindible, que, a veces, desencamina la apreciación y la producción artística. Pero esta última conclusión, así formulada, es dudosa. De seguro, aquí hay algo en que pensar. Ahora, observa esto: el autorretrato parece fácil, fácil de leer, fácil de hacer. Pero esta facilidad, como la de Mozart, es engañosa. Parte del talento es hacer aparecer fácil lo difícil. Pero a ver, prueba tú tus fuerzas y traza, en unas cuantas líneas, tu autorretrato: ``este que veis aquí, de rostro...'' ¿Qué vas a decir? Fácil no es, pero no te dejes vencer. Observa que el autorretrato es, por decirlo así, doble: 1) Cervantes se describe a sí mismo y 2) se describe a su modo, con su estilo, y este modo muestra también quién es (porque el estilo muestra también cómo es el artista). Esto se aprecia comparando el autorretrato de Cervantes con otros autorretratos verbales. Leamos, pues, otro diferente: el también famoso y ejemplar de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita en su Libro de buen amor, libro poderoso e inagotable. En este autorretrato, medieval al fin, regresamos a los problemas de idealización que encontramos en el retrato de Dante pintado por Giotto. En su ilustre comentario al Libro de buen amor,, María Rosa Lida de Malkiel nos previene que el festivo autorretrato describe no ``lo que es'', las peculiaridades físicas del Arcipreste (como hizo Cervantes con las suyas), sino ``lo que debe ser''. En este caso, no un gran poeta, como en el de Dante, sino el varón ``doñeador'', esto es, aficionado a ``dueñas'' o damas, galanteador, mujeriego. El autorretrato no lo hace directamente el autor, sino una vieja a la que le preguntan ¿cómo es el Arcipreste? Pero ese autorretrato verbal lo veremos la próxima vez.
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