Masiosare, domingo 1 de agosto de 1999



El futbol
que forjó una patria


Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva


Sólo dos asuntos son capaces de congregar en México a más de 100 mil personas en un sitio y de mantener la atención y el fervor de millones de compatriotas: la Virgen de Guadalupe y el futbol. Los dos fenómenos son resultantes de los procesos de identidad y nacionalidad que se han desarrollado por medio de nuestra historia



Se ha dicho que una de las raíces insoslayables de la identidad que se forjó después de la Conquista fue, sin duda, la religión católica -adoptada por los pueblos indios-, sobre todo el mito guadalupano, adoración que unió por igual a peninsulares, criollos, indígenas y castas.

La visita de la madre de Dios a estas tierras no sólo fue considerada como un portento, sino como una distinción que tan noble señora había hecho de manera especial a nuestros antepasados. La Virgen María había escogido a México para materializarse, por lo que tan grande deferencia convertía a estas tierras y sus habitantes en privilegiados. Algo singular debíamos tener para que el portentoso acto hubiera sucedido. No sólo teníamos a Dios de nuestro lado, sino nada más y nada menos que a su madrecita santa.

El nacionalismo criollo

y la usurpación

del pasado indígena

Este sentimiento religioso fue aprovechado por los criollos para afirmar su individualidad histórica respecto a gachupines y autoridades peninsulares, de la misma manera que lo hicieron con la exégesis de su devenir histórico, recurriendo para esto último hasta a la expropiación de la historia indígena prehispánica, a la que equipararon con el mundo antiguo clásico europeo.

Atacaron la supuesta inferioridad americana proclamada en el viejo continente con las armas de la exaltación propia, así como de las riquezas naturales (``como México no hay dos'') y de su pasado indio. El mejor indio era el recordado e historiado.

Masiosare un extraño enemigo

Una de las características fundamentales del nacionalismo que surge en el siglo xix es que a la religiosidad e identidad histórica de los nacionalismos anteriores se le vino a sumar el ideal de edificación y consolidación de un proyecto. México no sólo era la resultante de la historia y las creencias compartidas, sino también del esfuerzo colectivo vivo y cotidiano por construir una sociedad con los preceptos del liberalismo.

La empresa era titánica y llena de sacrificios. El fortalecimiento del país reclamaba no sólo el aliento y los afanes diarios de sus habitantes, sino también la sangre que sus hijos, convocados por el clarín de combate, derramarían en los centros de batalla contra el extraño enemigo en los centros de combate.

El heroismo promovido convirtió a la idea de nacionalidad en patriotismo. El amor a la patria se convirtió en una pasión excitada por el Estado y difundida por los escritores y el calendario cívico. La historia oficial se encargó de sacralizar a todos aquellos que por desprendimiento patriótico o mala suerte murieron en los múltiples conflictos sucedidos en nuestro andar, y también de unificarlos en un sólo deseo: el bien y el engrandecimiento de México. Todos cabían en el jarrito de nuestra memoria histórica sabiéndolos acomodar en el fervor patriótico que les guiaba. ¡Viva México, cabrones!

``A todos aquellos que

quieren y aman al futbol''

Así pues, religión, historia y patriotismo fueron los pilares en los que se edificó nuestro nacionalismo decimonónico. En este siglo que fenece, una nueva columna surgió para reforzar nuestra identidad mexicana: el deporte, en especial el futbol.

La educación cívica popular promovida por los gobierno liberales palidece ante los resultados que puede tener en los diversos grupos sociales mexicanos un triunfo en las justas deportivas. En vista de lo mal que nos ha ido en las confrontaciones bélicas internacionales, en la elección de los gobernantes y en el pago salarial, cualquier victoria en ese terreno hace recuperar la confianza en nuestro destino manifiesto (``salir de la crisis''), tantas veces proclamado por tantos presidentes en tantos sexenios.

El éxito en el juego reafirma que la visita de tan ilustre señora allá en el Tepeyac no fue para nada fortuita y que la confianza alegre de nuestros mandatarios tiene razones de peso para mantenerse y repetirse por los siglos de los siglos. ¿Quién dice que no se puede?

Me pongo de pie

El milagro guadalupano ha sido motivo de infinidad de análisis de historiadores, filósofos, teólogos, sociólogos, politólogos, literatos y demás individuos dedicados a estos menesteres. La conformación del nacionalismo criollo y liberal también. Sin embargo, el mundo académico no le ha concedido al futbol en México la atención que merece como fenómeno social, ni mucho menos como pilar de nuestra nacionalidad actual.

La fuerza del deporte no sólo radica en ser ``una de las principales fuentes de emoción agradables'' contemporáneas, sino en dos hechos fundamentales: ser ``uno de los principales medios de identificación colectiva'', y el haberse llegado a constituir ``en una de las claves que dan sentido a las vidas de muchas personas''. Y si no, que le pregunten al Primer rayo del país y a los cientos de miles de aficionados del Juego del hombre.

Nuestra sociedad actual occidental ha puesto como una de las principales metas de las aspiraciones individuales y colectivas al éxito. Nadie quiere ser perdedor y por eso se buscan las claves del triunfo y la superación en las librerías de cafés y las tiendas de autoservicio.

El actual nacionalismo no sólo está fincado en las tradiciones y gestas pretéritas, sino también en el deseo de un mejor y exitoso futuro. Nada hay comparable a ganar, aunque sea únicamente como seguidor del equipo o competidor que lo logra. El deporte es de los pocos espacios sociales en el que el ``ellos'' se convierte de una manera mágica en ``nosotros''.

Por todo lo anterior, y haciéndome eco de los nobles deseos del Perro Bermúdez, El tirititito, no queda más que lanzar a los vientos el nuevo grito de guerra nacional: ¡Vamos, muchachos!