MAR DE HISTORIAS
Ruta 52
* Cristina Pacheco *
Hildegardo queda comprimido entre la mujer bigotona a su izquierda y el hombre de dril a su derecha. Ella murmura frases inaudibles, él no aparta los ojos de la ventanilla. "Como si estuviera haciendo el inventario de los horrores callejeros", piensa Hildegardo. Si el desconocido adivinara sus pensamientos, Hildegardo está seguro de que le contestaría: "No me vengas con jaladas porque te parto la madre". Sí, esa respuesta conviene a sus labios gruesos y oscuros. Ese hombre debe de resultar atractivo para las mujeres.
Su reflexión le arranca una sonrisa. Hildelgardo recuerda la primera vez en que asistió al taller literario. Para demostrarles a sus compañeros hasta qué punto alimentaba de realidad sus ficciones, dijo una frase que se volvió célebre: "Viajo en camión para ver los auténticos rostros de la vida". Desde entonces los aspirantes a escritores lo apodaron El Rostros. Hildegardo acabó por renunciar al taller.
De esto hace años. Hasta la fecha Hildegardo no ha encontrado en suplementos y revistas los nombres de sus antiguos compañeros. Le complace decirse que ellos renunciaron a sus aspiraciones; en cambio él sigue con los ojos abiertos en busca de los hechos, las caras y las expresiones dignos de ser convertidos en literatura.
II
El brutal enfrenón del chofer levanta la protesta de los pasajeros. Tambaleante, la bigotona se persigna y eleva la voz: "Ave María Purísima". Hildegardo se siente agradecido: sin saberlo, la pasajera le ha inspirado un personaje imaginario: la beata que va por el mundo rezando para alejar las desgracias. Complacido, se vuelve a la mujer y le sonríe. Ella lo mira con desconfianza y se lleva la mano al pecho: "Trae un escapulario", deduce Hildegardo. Se da cuenta de que su mirada despierta la inquietud de su vecina y opta por cambiar de objetivo: el pasajero a su derecha.
Al hombre de dril no parece incomodarle el zigzagueo con que el conductor intenta rebasar a otro microbús de la Ruta 52; sigue mirándolo todo con los ojos clavados en la ventanilla. El futuro escritor piensa en otra posibilidad: su vecino mira la calle con ánimo de descubrir a la concubina que lo engaña. "ƑY entonces?"
La pregunta se escapa de los labios de Hildegardo. Ahora es la bigotona la que se vuelve a mirarlo con desconfianza. El procura desvanecerla con otra sonrisa, pero sólo consigue que la mujer se lleve la mano al pecho, saque una estampita del Niño Jesús, la bese y la devuelva a su tibio escondite. "Se está encomendando a Dios para que la proteja de mí". A Hildegardo le satisface el verse convertido en parte de la historia que escribirá. Ya tiene el título: "Ruta 52".
III
Excitado ante la posible transfiguración literaria del viaje en microbús, Hildegardo apenas escucha las protestas de los pasajeros cuando el chofer frena abruptamente, se asoma por la ventanilla y lanza un silbido. "ƑPor qué nos detenemos?" El chofer contesta la pregunta anónima con un chasquido de indiferencia. El gesto se convierte en sonrisa cuando aborda el microbús una muchacha de cabello corto pintado de rubio. Hildegardo intenta verla más, pero se lo impide el cuerpo del hombre de dril.
El microbús vuelve a ponerse en movimiento. Hildegardo se echa hacia adelante para escrutar a la muchacha. "Seguro es la movida del chofer", piensa sin darse cuenta de que su pierna roza el bulto al que sigue aferrada la pasajera cabeceante. La bigotona, que ha estado observándolo con el rabillo del ojo, le murmura: "Más respeto. ƑNo ve que va dormida?" El hombre de dril se vuelve hacia Hildegardo quien, incómodo, recupera su posición original. Para construir el personaje de "la movida" tendrá que conformarse con los mechones rubios, la permanencia de la joven cerca del conductor y el hecho de que no haya pagado. La situación está clarísima. Para volverla ficción bastará aderezarla con algo extraordinario y verosímil.
Vuelve a intrigarlo el hombre de dril. Acaba de encontrarle cierto parecido a Pedro Armendáriz. Quizá algún director de cine lo descubra para filmar la vida de quien inmortalizó a Lorenzo Rafael. La posibilidad es remotísima, mas no imposible. "De eso está hecha la literatura", dijo su maestro en la última sesión del taller de cuento. Hizo bien en abandonarlo, de otro modo estaría entrenándose en ejercicios de prosa sin rimas ni cacofonías, mientras que ahora está en el mundo, captándolo todo gracias a su instinto. Hildegardo siente lástima por el resto de viajeros. Entre el hacinamiento y la incomodidad, sólo él encuentra materia digna de convertirse en arte. Reconocerlo le provoca emoción y orgullo de saberse privilegiado.
IV
Un griterío lo saca de sus pensamientos. El chofer frena, se pone de pie y reta a un muchacho con aretes: "šPinche pendejo!, Ƒcrees que no te vi?" La rubia niega con la cabeza y evita que el chofer golpee al joven. "šBájate, güey; pero si vuelvo a verte, te parto la madre!" El muchacho levanta los hombros, escapa y desde la acera insulta al chofer.
El intenta salir a perseguirlo. Las protestas de los pasajeros lo obligan a volver a su sitio. Antes de arrancar mira por el espejo retrovisor y dice: "ƑA poco ustedes no harían lo mismo con un tipo que manoseara a su hermana?" La rubia interviene con una voz muy bella: "Siempre con tus cosas. Te juro que ese chavo no me tocó; si hubiera sido así, te lo diría. ƑA poco crees que me gusta que me anden tentaleando? No, por eso siempre mejor espero a que pases para irme al hospital".
Entre los pasajeros se escuchan risitas. La bigotona murmura "gracias a Dios". Hildegardo siente aumentar su simpatía por "la beata". El también celebra que los hombres no llegaran a las manos, pero en el fondo queda defraudado. No son lo que él imaginaba, ya no podrá incluirlos en su cuento, a menos que, con su libertad de escritor, haga incestuosos a los hermanos.
La güera baja en el Hospital de Zona. "ƑSerá paciente o enfermera?" La imposibilidad de saberlo aumenta su sensación de pérdida. Sin embargo, no hay tiempo que desperdiciar: allí sigue la bigotona. Queda mucho por explotarle. "Su fisonomía es clavada la de una agiotista", piensa Hildegardo.
V
"Maestra Eva: Ƒa poco vive por aquí?" Hildegardo está a punto de protestar cuando la bigotona contesta: "A cinco cuadras tiene su humilde casa". A Hildegardo lo agitan sentimientos encontrados: por una parte vergüenza de haber llamado "la bigotona" a su vecina de la izquierda y, por la otra, rabia de que ella no sea agiotista sino una noble profesora. Le entran ansias por salir del microbús. En el intento de ver por la ventanilla se inclina y vuelve a rozar a la señora que cabecea sobre un bulto.
La maestra Eva lo ve y le dice en voz baja: "Eso es una enfermedad. Hay médicos que la curan: consulte uno". Después, con muchas dificultades, alcanza la puerta. Hildegardo se sabe observado por los pasajeros. Esto lo cohíbe al extremo de no atreverse a protestar cuando siente en la pierna la mano del hombre de dril. En ese momento otro enfrenón despierta a la pasajera que alcanza a advertir la caricia. Entonces murmura fastidiada: "Ya se me hacía a mí que estos dos eran degenerados". Luego vuelve a cerrar los ojos.
Hildegardo no tiene tiempo de aclarar el malentendido. El hombre de dril sonríe y antes de encaminarse a la salida del microbús le murmura. "Trabajo en el Foxys. Pregunta por María Candelaria".