Las trampas del día siguiente
Los resultados de la gran transformación intentada en más de diez años de cambio estructural no son suficientes para alimentar el optimismo de nadie. Tampoco sirven para declarar la quiebra nacional y reclamar la llegada de algún mesías, pero lo cierto es que México tiene por delante, con salvadores democráticos o sin ellos, tareas de gran dificultad y sin ningún éxito asegurado. Veamos algunas de ellas:
El desastre bancario no termina con la no-auditoría del canadiense Mackey, y pasará un buen tiempo antes de que a banqueros, funcionarios y legisladores de todos los partidos, les caiga el veinte de la magnitud del verdadero déficit que aqueja a las finanzas mexicanas. Más que un faltante de caja, hoy contabilizado como deuda pública, lo que hay es una falta casi total de visión y misión en el sistema financiero, que no se va a arreglar, como parece imaginar el gobierno, dándole al Banco de México plena autoridad y autonomía como máximo supervisor de la banca y, lo que es más grave, como factótum de la política cambiaría.
Por otro lado, tenemos el ahora sí alarmante caso de la energía, acosada por magnas fallas estructurales producto de un descuido secular del sector, así como por la prisa privatizadora de última hora, siempre acompañada por la avidez de inversionistas que vuelven a ver en el petróleo la gallina de los huevos de oro. La reciente y furiosa ofensiva contra Pemex, so pretexto del estado que guarda el gran proyecto de Cantarell, no hace sino recordarnos que el litigio en torno al oro negro, reabierto entre nosotros al calor del auge petrolero y la subsecuente crisis de la deuda a que su celebración irresponsable nos llevó, no ha terminado, ni conocido sus más cruciales momentos de decisión.
Quién sabe qué futuro vaya a tener la industria petrolera nacional. Son muchos los factores y los intereses que se han puesto en juego, y las apuestas reales no están aún claramente sobre la mesa. Pero juego hay y puede no haber descarte. El hecho es que a la menor provocación sobreviene el desgarre de vestiduras, la "toma de utilidades" burocrática, so pretexto de dar cuenta de una supervisión que por ley es permanente, y luego, sin mayor trámite, el juicio sumario: hay que vender Pemex.
Mucho tiempo y discurso ha dedicado Adrián Lajous, director de la empresa nacional por excelencia, a explicar la importancia que para Pemex y el país tiene el que se deje de usar el primero como caja "grande" de un fisco ineficaz, y se le someta, por esa y otras vías, a unos controles que le impiden lo que luego todos le pedimos: que se desempeñe como empresa y que, en consecuencia, produzca con eficacia y sea rentable. Una y otra vez, se ha señalado la miopía fiscal del Estado, que al sangrar a la industria petrolera le impide su expansión y le coarta su desarrollo.
De poco han servido estos argumentos y la reflexión técnica cuidadosa hechos desde la propia empresa. Al final, que nunca tarda demasiado en llegar, el veredicto se repite: vendamos el petróleo, paguemos la deuda, seamos felices ante el despliegue de poder y capacidad tecnológica de las Hermanas, que de todo han sido menos de la caridad. Luego, que venga el diluvio.
El más reciente episodio petrolero, el galimatías en que se ha convertido la iniciativa de privatización eléctrica y, desde luego, el laberinto bancario ponen a la sociedad frente a dilemas de fondo, cuya resolución afectará de manera decisiva el largo plazo de México. De ahí se derivan tareas que no admiten prontos despejes ni soluciones tajantes y milagrosas. Reclaman, eso sí, tener paciencia y mirar el largo plazo, a la vez que empezar a decidir ya con esa perspectiva.
Dos corrientes encontradas se oponen a esto: de un lado, la obsesión por ponerle al "modelo" la mayor cantidad de cerrojos que sea posible; de otro, la fiebre que ha traído consigo el estreno democrático, que ha vuelto a los políticos rehenes del síndrome del día después, que les impide mirar más lejos. Se busca soslayar la gravedad de asuntos como los comentados, refiriéndose a su carácter coyuntural, o bien remitiendo su solución al amanecer democrático que nos traeré la gran alianza. Se olvida que, como dijera recientemente Víctor L. Urquidi, "a veces, lo coyuntural tiene la manía de prolongarse hasta volverse un problema estructural".
De estas manías, hay que recor-darlo, provienen las grandes de- presiones, las que nos condenan a darle vueltas a la noria sin cesar ni término.