Guillermo Almeyra
ƑMerco y sur?

El presidente Carlos Menem es un personaje histórico, en el sentido en que su reinado republicano está marcado por un reguero de historias. Su actuación política se parece a los manejos de una cabra en una cristalería y él, sus ministros no se caracterizan, precisamente, ni por su pudor ni por su visión de futuro. Aún se recuerda, por ejemplo, un ministro del Interior especializado en el table dance, pero de él y semidesnudo, y que se hizo operar las nalgas abundantes y colgantes, o un zar de la Economía que terminó proponiendo un examen que verificase el estado de los tabiques nasales de todo el gabinete ministerial, y aún ocupa su puesto un ministro de Relaciones Exteriores según el cual con Estados Unidos existe una "relación carnal", incorporando así al país al nutrido harén del Tío Sam.

El propio presidente ofrece generosamente soldados argentinos para cada misión bélica de Washington y ha convertido al país en el más fiel aliado "extra OTAN" de Estados Unidos (algo así como los cipayos del Imperio inglés o Israel con respecto al Imperio clintoniano). Esta cuestión de la OTAN, precisamente, no sólo ha llevado a problemas con Chile sino que también es una de las bases del conflicto con Brasil, el otro país "grande" del Mercosur, que mal tolera las brutales declaraciones y otras torpezas diplomáticas del gobierno argentino y, menos aún, las medidas de retorsión económica adoptadas unilateralmente por Buenos Aires ante la devaluación del real brasileño.

La posibilidad de que el Mercosur pueda dividirse en un polo brasileño, que más o menos arrastraría a Uruguay y Paraguay y otro argentino, más ligado a Chile y Bolivia, existe, pero es remota. En efecto, todos los países han ganado mucho con el comercio intrarregional y han logrado una especialización complementaria aunque conflictiva. Argentina, con tal de salvar a los agroexportadores, sacrifica sus textiles. Pero es evidente que, como en el caso de la Unión Europea (que es mucho más sólida que el Mercosur, cuyos miembros están más o menos pegados con saliva y tienen un peso relativo muy desigual), las integraciones que la mundialización promueve y refuerza son procesos tortuosos y difíciles, llenos de avances y retrocesos y que no excluyen rupturas parciales.

En efecto, una integración total exigiría la desaparición de los Estados que se asocian en el bloque, para constituir una suerte de ente estatal supranacional y eso no es posible dadas las diferencias existentes entre dichos Estados, que no se esfuman aunque se subordinen todos ellos al capital financiero internacional. El peso respectivo en ellos de los industriales extranjeros o nacionales, o de los agroexportadores y terratenientes, la mayor o menor resistencia de los trabajadores en cada uno de ellos, la mayor o menor experiencia democrática y densidad histórico-cultural tienen, por lo tanto, igual o mayor importancia que la orientación económica que cada uno de esos países sigue debido a su inserción particular en el mercado mundial. Por ejemplo, el sistema de cambio rígido de Argentina, con el peso que vale un dólar, penaliza fuertemente las exportaciones industriales y agroindustriales de ese país. Por el contrario, la devaluación y la oscilación del real impulsan las exportaciones brasileñas, que podrían inundar el mercado interno argentino ya semidestruido por la brutal rebaja de los salarios reales, la desregulación económica y social y la desocupación, que son tan buenos para los agroexportadores. Estos, en efecto, importan con su peso-dólar buena parte de sus insumos y soportan la sobrevaloración cambiaria porque las medidas antisociales de Menem reducen sus costos internos y también porque maximizan sus ganancias en su actividad comercial externa ya que, como Bunge y Born, son transnacionales desde hace rato. Pero, si las cosas aprietan, las políticas cambiarias podrían cambiar, como lo han hecho ya en el pasado, mientras que las relaciones entre los sectores dominantes y el Estado y entre las clases dominantes y el resto de la población sólo pueden ser trastornadas por un terremoto sociopolítico, que no parece inmediato.

De modo que asistimos a una disputa por el botín entre los diferentes grupos dominantes, en cada país y en el Mercosur, que no pone en cuestión el negocio común. Ella pone en el orden del día la necesidad de oponerles, como alternativa, un plan de integración de los pueblos que hasta ahora son las víctimas de la unión de los capitales.

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