Sviatoslav Richter cautivaba literalmente a quienes escuchaban sus interpretaciones. El filme-reportaje de Bruno Monsaingeon sobre la obra del legendario pianista ruso muestra la pasión irresistible que se apoderaba de los auditorios al escuchar sus ejecuciones magistrales. Fue inigualable la capacidad del maestro --así lo llamaban sus allegados-- para hacer flotar a sus auditores con las sonatas de Schubert, estremecerlos con un concierto de Prokofiev o llevarlos al punto de la ensoñación y la fantasía con los nocturnos de Chopin. En Moscú, Londres, Nueva York, París, el público se rendía incondicional al embrujo del artista. No obstante, Richter tenía el sabio hábito de la duda. Son frecuentes las escenas del filme en las que el pianista manifiesta, a veces hasta de manera desesperada, su insatisfacción con lo que él mismo considera como sus pobres e imperfectas interpretaciones. Su grandeza de artista se acredita al no creer su obra culminada y buscar de manera inmediata, en medio del estruendo del éxito y los aplausos, los errores de ejecución o interpretación que a su juicio fueron cometidos. El principal crítico de Richter es Richter, quien parece decirse a sí mismo: ``Podrías haberlo hecho mejor''. Quizá por eso es que Monsaingeon tituló su filme Richter, el insumiso.
Es evidente el contraste entre la historia anterior y las actitudes de la alta burocracia financiera pública y privada en torno a su gestión del llamado salvamento bancario. A diferencia del gran pianista, los responsables de la política financiera no guardan duda alguna sobre su actuación. La consideran impecable y no parecen dispuestos a reconocer ningún error de ejecución e interpretación. Su mensaje reiterado es que se hizo lo único que se podría hacer, y que se hizo bien. Su satisfacción ante la propia obra es evidente. No es otra cosa lo que se ha manifestado en la lluvia de declaraciones, comunicados, boletines, manifiestos y aclaraciones de funcionarios, banqueros y legisladores del partido del gobierno que el caso Fobaproa volvió a suscitar, ahora a raíz de la entrega del muy costoso informe encargado por el Congreso al señor Mackey (¡20 millones de dólares por una auditoria que terminó en simple informe!) Llama la atención, por reveladora, la extraordinaria sensibilidad mostrada por la burocracia financiera ante la hipótesis --contenida en el citado informe como un mero procedimiento de análisis-- de que los costos fiscales y económicos del salvamento pudieran haber sido menores de haberse procedido al cierre oportuno de algunos bancos. Este supuesto de trabajo del señor Mackey fue rechazado categóricamente y, en algunas declaraciones, hasta con irritación por funcionarios del área financiera del gobierno y algunos de los legisladores oficiales más vociferantes. Habría sido candoroso esperar una actitud diferente de parte de quienes no se detendrán jamás a decirse a sí mismos, como Richter, ``podrías haberlo hecho mejor''.
La crisis financiera mexicana de este final de siglo es una de las mayores de nuestra historia. Su complejidad es innegable. Su origen, para decirlo con palabras de Leopoldo Solís, es ``una administración que permitió una economía de casino, en lugar de propiciar la formación de capital humano y físico''. Gracias a ello hoy somos un país agobiado por los excesos especulativos. Y la verdadera y real erradicación de esos excesos, como también dice este economista --el único en México que tiene asiento en el Colegio Nacional--, ``es un arte y no una ciencia''. El problema que tenemos es que ni en Hacienda ni en el Banco de México hay artistas.