La Jornada Delcampo, 28 de julio de 1999

El aroma de la historia social del café

Armando Bartra

Foto 2 El café, como los indios, se da en las serranías. Al principio, las comunidades autóctonas no estaban sólo en los cerros y las montañas. Pero allá las fueron empujando. Hoy, los indios y los campesinos más pobres del país comparten con las huertas el ecosistema serrano.

No es casual que el mapa de las zonas cafetaleras coincida con el de las regiones de más acendrada marginación social y con los ámbitos de mayor poblamiento indígena. No es casual, pero resulta paradójico, pues el grano aromático es la máxima cosecha de exportación y una de nuestras mayores riquezas agrícolas.

En esta incongruencia algo influye el que, históricamente, los indios y las huertas no hayan compartido por las buenas el hábitat serrano.

Del odio al amor

Y es que el café no fue un cultivo indio. En las últimas décadas lo está siendo cada vez más, pero en un principio no lo era. Al contrario, los vertiginosos plantíos que brotan durante el siglo XIX y sobre todo en el porfiriato, son vistos por las comunidades, primero como competencia territorial, y luego como campo de exterminio. Los indios de Chiapas, de Oaxaca y de Veracruz son los forjadores de nuestra cafeticultura, pues ellos establecieron las huertas y pizcaron el grano, pero lo hicieron por la fuerza y siempre en abono de las arcas del finquero.

Los galeotes del cafetal no pueden encariñarse con el cultivo que los derrenga, y sólo le empiezan a encontrar la gracia al inocente arbolillo y sus sonrojados frutos cuando se imponen a trabajarlo por su cuenta.

En México la cafeticultura campesina es bastante reciente. Producto tardío de la reforma agraria, las pequeñas huertas domésticas aparecen primero en Veracruz, donde el reparto de cafetales se anticipa, se generalizan en las postrimerías del cardenismo y se incrementan en los últimos cuarenta y en los cincuenta al calor de los buenos precios de la posguerra.

Pero las oleadas de nuevas huertas domésticas, que harán del grano aromático un cultivo predominantemente campesino, tienen lugar en los años setenta y ochenta; dos décadas de bonanza cafetalera sostenida, presididas por los acuerdos de la Organización Internacional del Café (OIC) ųque atenúan los cíclicos baches de sobreproducción y bajos preciosų y por la presencia en casi todos los países productores de organismos estatales encargados del fomento y la regulación.

Es entonces cuando en México el Inmecafé intensifica su presencia rural, y bajo su conducción se modifica notablemente el paisaje cafetalero nacional.

En veinte años, el propicio contexto mundial, las favorables políticas públicas y la acción del Instituto, generan una extensión de alrededor del 60% en los cafetales, un incremento cerca del 75 % en las cosechas y un crecimiento de casi el 100 % en el número de productores. Reveladoras cifras que nos hablan de un auge, pero también de la pulverización del cultivo: el número de cafetaleros crece mucho más rápido que la superficie con huertas, y de su estancamiento productivo: gran parte de la expansión es sobre tierras marginales y en dos décadas el rendimiento apenas se incrementa un 15 por ciento.

En ese lapso el grano aromático se campesiniza. Pero lo que prolifera y florece no son las huertas familiares medianas, sino el minifundio cafetalero. En los años de bonanza, sin duda, nuestra cafeticultura embarnece, pero de cada diez productores nueve disponen de cinco hectáreas o menos y siete no pasan de dos. Y entre los pequeños y muy pequeños cafeticultores los indígenas son abrumadora mayoría. Así, al tiempo que el café se convierte en el máximo productor de riqueza agrícola, deviene reservorio de la más acendrada pobreza rural.

Huertas salvadoras

Y es que, por esos años, el café se transforma en cultivo de refugio para los campesinos; en opción de una economía nunca boyante pero que a fines de los sesenta entra en el túnel; una crisis prolongada que la acompañará hasta el fin del milenio. Ante el deterioro comercial de las cosechas tradicionales ųmaíz y frijolų el campesino busca cultivos poco costosos y que ofrezcan ingresos monetarios regulares; y para los muchos que están en estas condiciones, y habitan en las sierras, una de las pocas opciones disponibles es el café.

Además está el Instituto; una agencia gubernamental que capacita, regala plantas, ofrece créditos bajo la modalidad de anticipos y compra la cosecha a precios razonables.

Así, una combinación de circunstancias y políticas públicas transforma al café en el cultivo más importante para la sobrevivencia campesina, después del maíz y el frijol. Si además de los propietarios consideramos a los jornaleros estacionales, estamos hablando de doscientas o trescientas mil familias, que en mayor o menor medida viven del cafetal.

Un millón y medio de mexicanos ųen el que se cuentan algunos de los más pobresų arrimado a las huertas, hace del grano aromático un cultivo de primera necesidad, y no porque se haya generalizado su consumo sino porque es uno de los más grandes generadores de ingresos para la sobrevivencia rural. Así como se asume la relevancia económica del sector cafetalero como fuente de divisas, hay que reconocer su importancia social como soporte del sustento campesino.

Pero la adopción del café por la economía campesina e indígena también tiene un lado obscuro, pues con frecuencia las huertas se extendieron sobre tierras marginales y con poca vocación para ese cultivo. Muchas de las plantaciones establecidas en los años de bonanza están por debajo o por encima de las cotas de altitud que limitan la franja propicia, y por sus variedades y manejo aportan cosechas escasas y de mala calidad.

Al transformarse en un cultivo de refugio la cafeticultura mexicana extremó su tradicional polaridad: una mayoría de productores con cafetales que no llegan a las dos hectáreas y producen en total menos de diez quintales por huerta, coexiste con un puñado de finqueros con plantaciones que rebasan las cien hectáreas y obtienen rendimientos de hasta treinta quintales por hectárea.

Casi la mitad de los pequeños cafeticultores surgieron durante los años protagónicos del Inmecafé, y nacieron cobijados por el Instituto; agencia del Estado cuyo manto protector, en lo tocante a crédito y precios, se extendió también sobre los productores domésticos más antiguos. Si en los cincuenta y sesenta la cafeticultura campesina dependía del "coyote", y en última instancia de un puñado de "varones del café" dueños de grandes fincas, beneficios y canales de comercialización, en los setenta y ochenta transfirió su dependencia a la paraestatal, un acaparador social bondadoso, un "coyote" filantrópico, que, pese a su no tan ocasional burocracia, ineficiencia y corrupción, resultaba mucho más propicio que los caciques expoliadores.

Minifundios con aspiraciones finqueras

En la adopción del café por la agricultura doméstica también fue negativa la tendencia al monocultivo que se impuso en algunas regiones. Especialización favorecida por el Inmecafé, que daba al traste con las proverbiales virtudes de la diversificada economía campesina, pues la concentrada demanda laboral de las huertas es incompatible con el aprovechamiento equilibrado de la capacidad familiar de trabajo y las cíclicas caídas de los precios atentan contra la seguridad en el ingreso, principio insoslayable en una economía sin reservas monetarias y de cuyos productos depende la subsistencia. Sin embargo, muchos campesinos con huertas de entre cinco y diez hectáreas ųextensión que rebasa su capacidad laboral familiar pero no garantiza verdaderas utilidades empresarialesų empezaron a administrar su minifundio con modos de finquero. La contradicción resultó manejable en los años de buenos precios y fuerte presencia del Inmecafé, pero devino catastrófica durante la severa caída de las cotizaciones que arranca a fines de los ochenta.

Fot 5 La megacrisis de 1989-1994 marca un drástico viraje en la historia económica del grano aromático, pero es también un parteaguas en el curso de nuestra cafeticultura social. La caída de los precios de esos años es más profunda y prolongada que las cíclicas desvalorizaciones del pasado, lo que se explica por la cancelación de los acuerdos de la OIC, que ordenaban el mercado mundial del aromático, pero también por la clausura del ciclo de intensa intervención estatal en la agricultura, que en el caso del café había propiciado el establecimiento de institutos de fomento y regulación, a cuya vera surgieron numerosos huerteros medianos y pequeños, con frecuencia en tierras marginales.

Así, la crisis económica del sector es también la crisis social de una amplia capa de productores modestos; campesinos cuya subsistencia estaba en el café, pero cuya viabilidad dependía de las ahora reculantes agencias del Estado.

La cafeticultura mexicana debe ser reordenada, pero no sólo hay que hacer más eficiente y competitivo a un importante sector de la producción, hay que restaurar igualmente las funciones de la cafeticultura como sustento de cientos de miles de campesinos. La tarea no se agota en el fomento productivo es también de desarrollo social.

Y el mercado falló...

Los impulsores de la desregulación a ultranza pensaban que la sustitución del Estado por el mercado racionalizaría automáticamente al sector. Su hipótesis era que la cancelación de los acuerdos de la OIC, la liberación del intercambio y la supresión del subsidio, provocarían un ajuste natural de los precios y una inevitable depuración de los productores; una suerte de selección natural de los más competitivos y de las zonas de mayor potencial.

La apuesta era socialmente inaceptable. No se reducía a depurar a un puñado de ineficientes, colados en el sector a la sombra del paternalismo estatal, se trataba de cirugía mayor, de eutanasia social, de borrar a unas cien mil familias de cafeticultores, desahuciadas por los inapelables fallos del mercado. Y si tomamos en cuenta que la misma jugada se planteaba para el maíz, cultivo en el que salían sobrando algunos millones de productores "no competitivos", tendremos una idea de la magnitud de la catástrofe que pergeñaba la irresponsabilidad de un puñado de "reconvertidores" de gabinete.

Pero la fe ciega en las virtudes reordenadoras del mercado no sólo era desalmada, también resultó errónea. Los campesinos diversificados y con huertas pequeñas y de baja productividad, que atendían con trabajo familiar, sobrenadaron la crisis apelando a sus acostumbradas estrategias de sobrevivencia: fortalecieron el resto de su economía, incluyendo el autoconsumo, y dejaron que la huerta se enmontara, en espera de tiempos mejores. En cambio, muchos cafeticultores medianos, especializados y de mayores rendimientos, pero con irrenunciables costos en insumos y trabajo asalariado, fueron incapaces de sobreponerse a la debacle.

La crisis del café afectó de distinta manera a los diversos tipos de productores. Pero, contra las predicciones de los mercadócratas, la conmoción no barrió con los "marginales"; al contrario, los que salieron mejor librados fueron los productores más pequeños ųque trabajan con lógica domésticaų mientras que muchos de los medianos ųsupuestamente "transicionales"ų se arruinaron. Así sucedió en la Costa Grande de Guerrero, donde muchos cafetales se malbarataron, o en la Huasteca Potosina, donde los tumbaron para cambiar a cítricos.

El saldo del descalabro cafetalero de hace diez años fue de exclusión social, desintegración comunitaria y familiar, migración y abandono de huertas. Pero, además de miseria y frustración, la crisis dejó una enseñanza: las estrategias campesinas de sobrevivencia pueden ser más adecuadas que las puramente empresariales.

Otra vez el café de olla

Y a partir de esta lección, se están recampesinizando las estrategias cafetaleras del sector social, tanto del disperso como del organizado. Las olvidadas "ventajas comparativas" de la economía doméstica regresan por sus fueros: los pequeños y medianos cafetaleros restituyen o incrementan sus cultivos de maíz y su producción de traspatio, con fines de autoconsumo, y se refuerza la tendencia al aprovechamiento integral y por niveles de la huerta, empleando frutales como árboles de sombra y sembrando palma Camedor bajo los cafetos; además del impulso a la producción de "café orgánico", que al realizarse en pequeña escala revoluciona la organización del trabajo familiar. Paralelamente se intensifica la búsqueda de cultivos o actividades productivas complementarias, y cobra importancia y organicidad la aportación económica de las mujeres.

La liberación del mercado, mediante la supresión abrupta de subsidios, la desregulación generalizada y la cancelación de los acuerdos internacionales, no sólo no condujeron a la "selección de los más aptos", sino que recampesinizaron franjas importantes de la cafeticultura social: pequeños y medianos productores que en las décadas anteriores habían sobreestimado las virtudes de la especialización a ultranza, los insumos químicos y los paquetes tecnológicos duros.

No es una vuelta al pasado. No se trata de regresar, sin más, a las técnicas ancestrales y la administración intuitiva. En el fin del milenio, la cafeticultura campesina es en México una de las ramas más organizadas y propositivas de la producción agropecuaria; hoy los huerteros más modestos se apropian de la biotecnología, manejan asociativamente grandes agroindustrias y están al día en las fluctuaciones internacionales de los precios.

Los nuevos campesinos no reniegan de las Cabañuelas pero se mantienen al tanto de las bolsas de Nueva York y Chicago. Y muchos de ellos manejan colectivamente fuertes aparatos económicos, de modo que tampoco desprecian las habilidades gerenciales. Pero han aprendido la lección; ya no tratan de ser empresarios para dejar de ser campesinos. El espejismo de una emancipación librecambista que los iba a hacer empresarios... o proletarios, se esfumó. Hoy la agricultura campesina y doméstica, la producción para el bienestar, la economía moral rural, está construyendo un futuro donde las señales de mercado y las tasas de rendimiento sean medios, instrumentos útiles en la conducción de una economía del sujeto, una economía con rostro humano.