Uno de los días cívicos que ocupaba la atención de la ciudadanía virtualmente ha desaparecido. Me refiero al Día del Arbol.
Así lo demuestra una encuesta realizada por estudiantes de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México el viernes 2 y el sábado 3 de este mes: alrededor de 90 por ciento de los entrevistados no supo de dicha celebración, encabezada en Durango por el Presidente de la República y sus cercanos colaboradores.
En los medios, dicho día tuvo una pobre cobertura, además que algunos destacaron más las ocurrencias del doctor Zedillo a costa de la maestra Carabias.
De todas formas, el mundo oficial presentó un balance de la reforestación efectuada en este sexenio.
A diferencia del año pasado, cuando el tradicional acto se vio ensombrecido por los incendios, ahora las cifras parecieron hasta positivas.
Por principio, el fuego causó menos estragos en alrededor de 200 mil hectáreas, contra 800 mil del año anterior.
Las cuentas alegres siguen: en lo que va de la presente administración se han cubierto con nuevos árboles 514 mil hectáreas.
Luego viene el desencanto, pues cada año se pierden 600 mil hectáreas de bosques y selvas, extensión poco mayor a lo sembrado todo el sexenio.
Otro desencanto es que de cada diez árboles que se plantan, apenas tres o cuatro llegan a la edad adulta, los demás desaparecen por el pastoreo, la falta de agua y de cuidados mínimos o por otros fenómenos naturales y humanos.
Así las cosas, en este sexenio la reforestación efectiva asciende a poco más de 200 mil hectáreas, mientras se han destruido casi 2.5 millones.
Para este año se espera cubrir de nuevos árboles 160 mil hectáreas, pero los más optimistas calculan que se salvarán apenas 70 mil.
Mientras, Chiapas perderá 55 mil hectáreas de bosques por actividades agropecuarias y la tala clandestina.
Como se observa, el balance es muy desfavorable para la naturaleza y el ser humano, pues las áreas forestales son clave en la producción de oxígeno, agua y humedad; en la regulación del clima, los vientos, la lluvia; la recarga de los acuíferos, las presas y lagos. En el fondo de todo lo que ocurre está la pobreza rural: el campesino destruye los recursos naturales a su alcance con tal de sobrevivir.
Agréguese la acción de los talamontes y la corrupción oficial que alienta la extracción de madera y la ampliación de la frontera agrícola y ganadera a costa del bosque.
La tala clandestina genera alrededor de 4 mil millones de pesos al año, y de esa cantidad una parte mínima llega a los indígenas y campesinos.
En los programas oficiales se repite que el mejor aliado del árbol es la población. Pero no existen los alicientes para que así sea.
El apoyo muchas veces se queda a mitad del camino y no llega a los que realmente lo necesitan.
Precisamente en Durango los indígenas tepehuanes mostraron su miseria a la comitiva presidencial, pese a ser los principales dueños de las enormes extensiones de bosques que existen en dicha entidad.
Se quejaron de que otros son los que se benefician de esa riqueza: grandes talamontes ligados con políticos y empresarios. Muy semejante a lo que ocurre en otras entidades, como Chihua- hua, Chiapas, Michoacán, Oaxaca y Puebla.
Lo que sucede con los bosques y las selvas en México lo saben muy bien los funcionarios desde hace décadas, mas parece que apenas se acuerdan de ello muy de vez en cuando.
Lo que sigue oculto es el programa para resolver los problemas rurales (en buena parte origen de lo que sucede en selvas y bosques) y para sembrar y cuidar las áreas que se reforestan, para atacar la corrupción.
Por eso, no debe extrañarnos que la población ignore ya la fecha en que debían celebrarse los éxitos en las tareas por hacer de México un país mucho más arbolado. Al paso que vamos, al calendario cívico habrá que agregar otro acontecimiento, permanente por demás: el año de la deforestación.