No se puede, a pesar de tanto esfuerzo que hace la secretaría de Hacienda, minimizar la polémica que se ha suscitado a partir de la presentación del informe Mackey. Del mismo modo, no se puede solo con dicho informe resolver el conflicto que se ha generado por la intervención gubernamental en la crisis bancaria de 1995. Es inútil buscar deslindar las responsabilidades de las autoridades financieras, de las instancias reguladoras y de los participantes en los comités de gestión de los créditos del Fobaproa apoyándose en el hecho que únicamente uno por ciento de las transacciones realizadas fueron ilegales. Pero este hecho no invalida la parte más relevante del modo en que, conforme a la investigación contratada por el Congreso, se administró la intervención con muy grandes márgenes de discrecionalidad. El costo de esta actuación es, como se sabe, sumamente alto, y aunque la cifra no es precisa, está por encima de los sesenta mil millones de dólares que se han convertido en deuda pública, es decir, de toda la sociedad.
Es sorprendente, o cuando menos todavía no convincente, el argumento de Hacienda acerca de que la forma seguida para enfrentar la crisis bancaria es la mejor que se podía haber adoptado. El argumento recurrente de que todo lo que hace el gobierno en materia económica es lo único posible está ya francamente agotado. Y se agota precisamente ahí donde más duele que es desde la perspectiva de la misma racionalidad de los mercados. Hoy en esta economía no existen los mercados de crédito y los circuitos de financiamiento están rotos. En una economía de mercado de la profundidad que pretende el programa económico del gobierno, esta condición no solo es insostenible sino que es una prueba fehaciente de la fragilidad del sistema, especialmente porque hace inviable su misma reproducción.
Si en términos políticos la crisis bancaria hace endeble la posición que mantiene el gobierno, en términos técnicos es aun menos aceptable. Esto último es así, no solo por las calificaciones que en ese terreno se precian de tener los funcionarios del ramo, sino, por ejemplo, porque en repetidas ocasiones hicieron uso de la experiencia chilena para justificar, o cuando menos, orientar sus acciones. Y si algo sobresale de la situación chilena en cuanto a la crisis bancaria es, precisamente, el fuerte cambio institucional y reglamentario que aplicaron después de que nacionalizaron y reprivatizaron los bancos.
Si en algo insiste el informe Mackey es en la profunda debilidad de la estructura reglamentaria aplicada al sistema bancario desde la nacionalización de 1982, pero, sobre todo, desde el flamante y cada vez más cuestionada privatización realizada en el gobierno anterior. Y no escapa a la opinión pública que muchos de los involucrados en ese proceso son hoy quienes defienden su actuación en el caso Fobaproa. Como tampoco escapa el hecho que otros de los responsables guarden hoy un silencio sepulcral y no haya poder legal o político alguno que pueda exigir la rendición de cuentas.
La discrecionalidad con amplios márgenes, que parece estar en el centro de lo que sigue siendo una crisis financiera e institucional, solo puede ocurrir en el marco de una insuficiente y laxa estructura reglamentaria. Una de las preguntas al respecto se refiere a las razones por las cuales se mantuvo esa laxitud que hizo posible ese modo de actuación de las autoridades. Eso es también motivo de responsabilidades. La discreción aplicada en una estructura de poder económico tan concentrado como la que existe en este país y en el que el entramado de las relaciones entre el gran capital y la política es tan cerrado, provoca las tensiones que surgen todo el tiempo en las transacciones realizadas por el Fobaproa. Así pues, un sistema endeble de regulación y un régimen de leyes incompleto y marcado por el favoritismo hacia ciertos actores del sector privado están en el fondo de lo que es un verdadero escándalo político y económico. Y la sociedad es dejada al lado, como espectadora pasiva, en espera de lo que puede llegar a ser otro arreglo cupular que se espera que aceptará con nueva resignación.
A este capítulo de la historia nacional le quedan aun varias escenas por recorrer. Los bancos están todavía, a pesar de la multimillonaria intervención, descapitalizados, y por ello, el costo del reordenamiento del sistema bancario no ha terminado. El sexenio se termina, cronológicamente, de modo rápido y no están sentadas las bases para un crecimiento sostenido, incluso son cada vez más perceptibles las condiciones que pueden favorecer un nuevo tropiezo luego de que se consume el objetivo de evitar una crisis final de este gobierno. Como dicen que el problema de la realidad es que se interpone en los mejores sueños, será cada vez más oneroso seguir posponiendo enderezar el rumbo de esta economía.