Hermann Bellinghausen
Las ovejas y las fieras

Hacía calor esa noche de invierno. Por lo menos allí dentro. Sudábamos de permanecer quietos. La cortina de humo, densa, de milagro dejaba ver el escenario y los músicos en el centro iluminado del mundo subterráneo. El Tom's olía a ron y mujer.

No me di cuenta quién empezó. Creo que el tenor de Wally, y de inmediato los platillos cortísimos, casi cepillados, de Sal. El combo estaba en buena noche, incluso Bill. Llevaba algunos días limpio. Se le notó enseguida que dejó sonar la trompa.

Porter, el infumable, crítico musical de la Review, ocultaba su rostro tras una inmensa copa esférica, con piña colada o algo así de lechoso. Lo flanqueaban dos negras inmensas que hablaban entre ellas, como si él no existiera; dicen que contrata acompañantes para no ser visto solo. Sólo así se explica. The Wild Sheeps reaparecían después de otra de sus recurrentes crisis de identidad, lealtad y reventón. La gente quería oírlos. Estaban en plena forma, según el rumor.

Habían llegado a la ciudad varios amigos. También algunos enemigos, sobre todo de Bill. El tipo de gente que viene a presenciar la caída del rival, a ver cuándo queda tirado al pie del instrumento en un charco de algo. El vengativo anhelo que dicta la envidia.

Esa noche se llevaron el chasco completo. El combo sonó como en tiempos de los mejores discos, con esa exactitud prodigiosa que sostienen los fraseos de Wally y Bill con el piano, eléctrico a más no poder, y hecho de agua, de Bandit. A él se debía el regreso. Sólo de Bandit escuchaba Bill razones cuando se dejaba ir al picadero. Bandit le infundía un recuerdo: el de la inacabable felicidad de la música. Y Bill volvía, siempre.

En el bajo, Finger Peredo vertía plomo como de costumbre. Con su modo, que se oculta al fondo para que los otros brillen. Tan callado en la vida real. El secreto mayor de los Sheeps, en sesión y en concierto.

Las piezas de la noche, o casi eran el nuevo material de Wally, quien casi no hizo solos pero no dejó de tocar, pastor que fuera de las ovejas salvajes con su timbre de sax absoluto.

Lorna fue la mujer de Bill varias veces, cosa de años. Me confesó al oído:

-Nada como el saxo, flaco. Es lo único que me gusta sentir. ¿No te ha pasado que quieres oír la voz de una particular cantante, y los demás músicos son la pasta nada más? Te quedas allí, en su aliento, como en una cama destendida.

Ligeramente borracha, hablaba en voz muy alta. Me lastimó el tímpano y me alejé. Casi me lamía la cara. El combo estaba de cátedra, había que escuchar.

El Tom's, por encima del cupo, seguro se sacaría una multa más tarde. Los patrulleros. Su ritual cínico. En aquel entonces, un conocido negocio de la oficina de Permisos.

Pero qué función.

-¿O sea que siempre has preferido el saxofón de Wally, siendo la mujer del trompetista? Eso se llama adulterio -dije, como si fuera de mi incumbencia.

Lorna alzó su vaso hacia mí y, asintiendo, sólo en cierto modo, brindó con descaro. Dio un trago, se llevó el índice a los ojos hacia el combo. Wally emprendía en ese momento con el piano de Bandit una larga improvisación sobre All the Cats Join In. Y de verdad los gatos se juntaban, maullaban, arrimados y sedosos, a ratos frenéticos, en el incansable tenor de Wally.

Lorna puso una cara exagerada de sentirse en el cielo. Alguien rompió una botella. Se filtraron entre el humo unas risotadas, la voz enérgica de una mujer, y la voz más enérgica, histérica, de un hombre. Pero no desentonaron, como tampoco las indiscreciones de Lorna. Todo ese jazz era lo mismo.

Wally hizo una caravana al público, que aplaudía. Quitó la boquilla del instrumento y derramó la saliva, que brilló como rocío a través del reflector del piso y el humo blanquecino.

Lorna descruzó las piernas y los brazos, dio una fumada y volvió untárseme al oído:

-Yo sólo sé que no sé nada.

De seguro lo sacó del Reader's Digest. Es del tipo. Que quiere sacarse brillo cuando no vine al caso. Tonta no fue, nunca, y había sido guapa; conservaba el estilo, eso sí. No faltó quien la culpara de lo de Bill, pero todos sabemos que le ayudó, en caso de que ayudar fuera posible. Esa noche, ¿qué le impedía callarse?

-No tendré hijos, pero en ese sentido soy una mujer realizada. Los años que mi cuerpo me pidió ser madre, Bill llenó la necesidad completamente. Luego se fue, como todos los hijos. Y aquí me tienes, al pendiente, como todas las madres.

Conocía la historia. Otra cuba más y se soltaría a contar de cómo lo había amamantado y cosas de esas. Cuando se iba de la lengua no tenía límite.

Entonces los Sheeps con Funky Mezcalito, que Wally compuso en México, le callaron la boca.

Era como si el free-jazz nunca hubiera existido, como si las ovejas estuvieran inventándolo todo en el preciso instante. Hasta los de la riña de atrás se quedaron boquiabiertos y apacibles.

Es lo que me gusta del combo. Que cuando saca el funk aplaca a las fieras.