La Jornada Semanal, 25 de julio de 1999



Rafael Courtoisie

el cuento del domingo

Vida y milagros

¿Por qué se dan milagros que, bien pensado, a nadie benefician? De los que realmente compondrían el mundo, en cambio, nadie parece ocuparse. Rafael Courtoisie, poeta y narrador, autor de Cadáveres exquisitos (Premio Nacional de la Crítica, Planeta, 1996), Vida de perro (Alfaguara, 1997) y Agua imposible (Alfaguara, 1998), una de las nuevas voces uruguayas, combina la fusión de géneros con la exploración de las falsas verdades, dos recursos típicos de fin de siglo.

En una tragedia de Shakespeare los sobrevivientes de un naufragio que acaban de ponerse a salvo comparecen en escena completamente secos. El autor hace que se interroguen (y así, indirectamente, interroguen al público) acerca del prodigio. El prodigio se comunica y se hace evidente.

Entre las miles de páginas de exégesis que se escribieron sobre La Tempestad y sobre el punto en particular, algunos investigadores dieron con una explicación razonable, obvia: en el teatro isabelino resultaba demasiado costoso y molesto empapar la ropa de los actores y volverla a secar o cambiarla para cada función.

Los náufragos secos de La Tempestad son un buen ejemplo de lo que hace el arte y el arte aún mayor de la necesidad.

Si se mira con atención un prodigio, detrás se descubre una necesidad. Oculta en cada milagro hay una razón imperiosa. Jesús multiplicó los panes y los peces porque una gran multitud tenía hambre. Si el milagro no hubiera sido necesario, no ocurría.

¿Era realmente importante beber más vino en las bodas de Caná? La pregunta tiene respuesta. Sí. La gente debía estar feliz y satisfecha esa noche. Era menester tal borrachera. Fue una fiesta inolvidable, por lo tanto necesaria.

Pero no todos los milagros absolutamente imprescindibles se dan en forma perentoria. No todos tienen lugar. Muchos milagros necesarios, útiles, no ocurren. A cada minuto, en casi cualquier parte del mundo es necesario un milagro y no aparece.

En Oklahoma estalla una bomba en un edificio oficial. Un artefacto muy poderoso, decenas de kilogramos de explosivo. Más de la mitad del enorme edificio se precipita, la otra mitad vacila en pie, a punto de caer, destrozada. Se calculan más de doscientas víctimas. La policía, los bomberos y cuerpos especiales de rescate trabajan en el lugar para escuchar una sola respiración entre escombros, algún latido.

Algunas víctimas se desentierran con vida, malheridas. Se instalan reflectores para trabajar en la noche y escaleras especiales para alcanzar los pisos altos. Se remueve el escombro, la escoria. Los hospitales de la zona no dan abasto. Quitar un metro cúbico de material derruido cuesta un triunfo.

En la primera lista oficial de muertos se encuentran trece niños, asistentes a la guardería que funcionaba en el edificio.

La policía bloquea las carreteras y dispone un estricto control en estaciones y aeropuertos. Los agentes especiales del FBI investigan y detienen a tres sospechosos, norteamericanos. Caucásicos. Pertenecen a grupos de extrema derecha.

Los flashes televisivos, cada treinta minutos, transmiten en primeros planos la aparición de cuerpos.

El milagro no se produjo.

A la vista, allí no hay nada más que desgracia y horror. Acumulaciones inconmensurables de sufrimiento. Los terroristas podrían haber sido detenidos un mes antes, mientras conseguían los materiales, mientras preparaban el coche-bomba. Cualquiera, un funcionario, una empleada, un ex compañero de correrías, podría haberlos denunciado por dignidad, por espanto, por fastidio, aburrimiento o envidia una semana antes, un día antes, un minuto antes. Algo podría haberles salido mal. Los criminales cometieron decenas de errores e improvisaron. Se equivocaron constantemente, más de una vez tropezaron, erraron o tuvieron mala suerte en la carrera hacia el objetivo. Tenían mucho en contra. Podrían fracasar a cada instante. ¿Fue un milagro que no se les descubriera?

¿Existen los milagros malos, los milagros negativos?

Para que ocurra un prodigio es imperioso que exista una necesidad, no suficiente.

Los prodigios aparentemente innecesarios ocultan algo.

Una mujer acomodada saca un suculento premio de lotería. La mujer no necesitaba ese dinero, a primera vista es un acto estúpido, innecesario: ¿por qué darle tanto a alguien que ya lo tiene? La premiada abandona la oficina desde donde dirige habitualmente sus negocios para volver a casa más temprano y festejar. El incidente le permite descubrir que su marido le es infiel. Lo abandona. En ese momento cambia su vida, reparte el premio y parte de las ganancias de sus negocios entre los necesitados.

Una fatalidad, un milagro.