Adolfo Sánchez Rebolledo
El informe Mackey

Las conclusiones del informe Mackey sobre el desastroso rescate bancario no tienen desperdicio. Quedará para la historia como un testimonio incomparable de los graves errores y desatinos cometidos por las más altas autoridades nacionales en el azaroso intento de crear a matacaballo una economía de mercado sin romper con los antiguos esquemas del poder autoritario.

Las críticas del auditor canadiense, contenidas en el informe a modo de sorprendida explicación, pueden ser en el fondo más demoledoras aún que la relación de actos ilícitos descubiertos en su investigación, ya que éstas se refieren al funcionamiento ``normal'' del sistema financiero bajo tres administraciones diferentes.

La historia se remonta a la primera nacionalización de la banca que se quedó trunca, empantanada por la burocratización y la carencia de regulaciones adecuadas. Prosigue con la privatización posterior, realizada bajo el gobierno de Carlos Salinas. La venta de los bancos no fue poca cosa, pues tuvo todo el valor de un símbolo en el camino hacia la sociedad abierta al mercado, pero fue una operación desaliñada y, al final, muy poco rentable para el país, por decir lo menos.

El informe Mackey recuerda que los bancos del Estado se vendieron a ``individuos sin experiencia que demostraron ser dueños inadecuados'', lo que es una manera elusiva de decir que varios de los flamantes banqueros no eran otra cosa que hampones sin escrúpulos, pero enriquecidos en el emergente mercado especulativo y, por lo mismo, personajes confiables.

El auditor reconoce en esa decisión el origen de la debacle financiera que vendrá después. Empero, no quiere o no se atreve a mencionar que tales prácticas irresponsables en el proceso normal de privatización son resultado, justamente, de las formas peculiares adoptadas por nuestra modernización ``desde arriba'', con sus reconocibles grados de ``discrecionalidad'' presidencial y ausencia de verdaderos controles del Poder Legislativo. En consecuencia, si han de calificarse los errores en este punto, el más grave es político no económico. Tiene razón Luis Rubio al quejarse de que ``las mismas administraciones gubernamentales que por tres sexenios han pretendido reformar a la economía, se han dedicado a crear espacios de privilegio no sujetos a competencia alguna'' (Reforma, 18 de julio). Por lo visto en la banca se quiso hacer exactamente lo mismo, pero algo falló.

Mackey no soslaya la irracionalidad que se oculta bajo el criterio de vender áreas estratégicas al mejor postor, como fue la costumbre, sin atender a la calidad, profesionalismo y visión de futuro de los compradores. ``Una causa de la crisis --cito de una traducción no oficial del Informe-- fue que durante la privatización las autoridades se enfocaron en el precio más alto sin asegurarse de que establecieran operaciones viables a largo plazo''.

Esta imprevisión, combinada con la falta de un marco legal adecuado, resultó explosiva en un momento de alucinación en torno al futuro de la economía nacional. La carencia de supervisión y regulaciones que ordenaran el funcionamiento de la banca propició, así lo dice Mackey, ``un ambiente de fraude'' que los tecnócratas, embelesados por este nuevo triunfo modernizador dejaron creer, no obstante las continuas irregularidades denunciadas entonces por quienes se oponían a esta danza de los millones.

Los resultados son bien conocidos. Las torpezas e imprevisiones acumuladas se traducen en una deuda astronómica que todos pagaremos. Ignoro si técnicamente hubiera sido mejor, como sugiere Mackey, dejar que los bancos con problemas quebraran a proceder al rescate de instituciones enfermas. No lo sé, pero es evidente, aun para los legos como yo, que las responsabilidades específicas de los últimos gobiernos en la gestación de esta crisis no se reducen a las cuestiones técnicas ni tampoco a la oportunidad del rescate.

El gobierno actual atribuye todos los males al pasado estatista, que es una especie de Mictlán insufrible, pero no asume con la misma energía las consecuencias de la política económica que ya lleva tres sexenios aplicándose. ¿No es hora ya de discutir si ésa es la visión modernizadora, las reformas y el ritmo que corresponden al país que se desea construir? ¿Es que, de verdad, no hay ninguna otra alternativa dentro del propio capitalismo?

Hoy tenemos lo peor de dos mundos: una privatización salvaje de la vida pública, inspirada en el moderno neoliberalismo, más el viejo sistema de complicidades del estatismo revolucionario. No está mal. Urge un cambio.