Qué cazador
César Güemes
También los suicidas fueron niños, también corrieron tras una pelota mucho antes de tomar la última decisión y dar por terminado el capítulo final. Ernest Miller Hemingway, hijo de la cantante Grace Hall y del médico Clarence Edmonds, tuvo una infancia casi feliz armado de un microscopio y unos binoculares.
En 1904, a los cinco años de su edad, se clavó por accidente una zarza en la garganta. El corte interesó las amígdalas y provocó de inmediato una considerable hemorragia. Sangrando, hizo el camino de regreso a casa. A partir de ahí y hasta los 61 años, 11 meses y 19 días, efectuó todo lo que estuvo de su parte por convertirse en lo contrario a los deseos de su madre, quien lo hacía vestir la ropa de su hermana mayor, Marcelline. Quién sabe si acribillara a ese fantasma la madrugada del 2 de julio del 61, o acabara de un plumazo con los otros que lo persiguieron en los años finales de su vida.
Debió ser difícil para un cazador verse acorralado por una enfermedad que en su momento ni siquiera era considerada del todo como tal, la depresión profunda. Debió ser insoportable para un cazador sentirse observado subrepticiamente por el FBI, luego de que abriera expediente sobre él por sus posibles nexos políticos con la Cuba revolucionaria. Debió ser humillante para un cazador padecer diabetes e hipertensión arterial y tomar un día sí y otro también las píldoras para atenuar esos males. Debió ser doloroso no encontrar comprensión médica y verse sometido a un total de 25 electroshocks, que de ninguna manera le quitaron la idea de ver, al menos por una sola vez, el cañón de su escopeta frente a frente.
Sólo a Hemingway se le ocurrió, después de todo lo anterior y de haber sido niño, acabar con los fantasmas a balazos. Sólo a él.