Pedro Miguel
Otro Kennedy

John Kennedy Jr. ingresó a las referencias históricas y al imaginario colectivo mundial a la edad de dos años, once meses y 27 días, cuando fue fotografiado, en posición de saludo marcial, ante el ataúd de su padre. El tercer aniversario de su llegada al mundo tuvo que ser muy triste, porque tres días antes, en Dallas, un asesino llamado Lee Harvey Oswald disparó una bala que le reventó el cráneo al presidente más atractivo en la historia de los Estados Unidos de América e introdujo un gusano definitivo en la manzana del Paraíso Americano. Las escenas filmadas y fotografiadas del homicidio, en Dallas, y del posterior funeral, en Arlington, forman parte de los recuerdos profundos de las generaciones de la globalidad informativa porque representan un contrapunto inapelable al cuento de hadas o, como se llama en nuestra época, a la utopía: no basta con ser un hombre guapo, rico, inteligente, querido, seguro de sí mismo, protegido por una guardia pretoriana, exitoso hasta la saciedad y extremadamente poderoso --como lo era John Fitzgerald-- para preservar la integridad de la bóveda craneana y evitar que uno de tus hijos se despida de tu cadáver con un gesto marcial inapropiado para un niño de menos de tres años y que tu país --el más armado del mundo-- se vea sumido en una orfandad equivalente, no porque la figura presidencial se relacione con la paterna sino porque acusa recibo de una bala en el corazón de su poderío.

La orfandad personal y nacional se conjuntaron en el niño que asistió a los funerales en Arlington sin tener una idea clara de lo que estaba pasando. Creció salpicado de sangres a destiempo --un tío asesinado en forma similar a su padre, otro tío políticamente destruido por un accidente trágico, un primo y un hermano muertos en forma prematura--, se convirtió en estrella de la pornografía sentimental que acecha a los famosos y desapareció, junto con su mujer, sin dejar rastro, el viernes por la noche, luego que su avioneta particular cayera a las aguas que rodean la isla de Martha's Vineyard, en Nueva Inglaterra.

Una certeza: los asesinos de John Fitzgerald y Robert, los narcotraficantes que le vendieron la dosis exagerada a David, los esquíes que le fallaron a Michael, el coche en el que se accidentó Edward en Chappaquiddick en 1969 y las nubes que se posaron el viernes en la noche sobre la costa de Massachusetts, dificultando la visibilidad del piloto Kennedy, no pudieron ponerse de acuerdo para exterminar a la familia. Hay que enfrentarse, entonces, con la improbabilidad estadística de que la muerte fuera tan persistente en diezmar al clan de Brookline en dos de sus generaciones. Y si uno no cree en maldiciones, queda la contraparte del cuento de hadas, que es la tragedia. Su lógica es tan clara cuanto inescrutable: una transgresión primigenia siembra en los integrantes de una dinastía el factor de la destrucción, y ya no puede hacerse nada. Los Kennedy --los que quedan-- son famosos y ricos y poderosos y simpáticos y fotogénicos: es inevitable conmoverse ante sus muertes, pero resulta arduo, en cambio, reconocer el mismo sino trágico en clanes y familias que nos rodean. Descansen en paz los vivos y los muertos de todas las tribus que padecen el síndrome.