La Jornada Semanal, 18 de julio de 1999
Sergio Pitol
Al centro del laberinto, una casa con fachada de lujo austero, cuya entrada devela la remodelación total de alguna estructura típica de la ciudad de Xalapa. Lo espera a uno en el recibidor Sacho, el perro que acompaña al escritor en la portada de (Casi) Todos los cuentos. Sergio Pitol come dócilmente, ajustándose a una dieta sana. La cortesía en la manera impecable de su trato no oculta la incertidumbre frente a una situación de por sí incómoda: había que realizar la entrevista con cierta prisa, pues el escritor planeaba una siesta antes de irse a hablar de Kafka a la Universidad. La razón de la entrevista era la reciente publicación de Pasión por la trama, libro de ensayos de crítica literaria que continúa el trabajo de recopilación iniciado en El arte de la fuga. Por eso las preguntas se enfocaron a la persecución de su trayectoria como (lector) crítico, más que como escritor de ficción. Pitol es un hombre vehemente y entusiasta y pareciera que cada vocablo lo piensa con el cuidado con el que Flaubert buscaba la palabra exacta; por eso duda tanto cuando habla y hasta repite frases varias veces cambiando una sola palabra, hasta que queda la expresión que quería lograr en ese instante para describir esa realidad. En esta entrevista, por razones de espacio, omití algunas de las repeticiones, pero procuré dejar dos o tres para hacer notar su preocupación por la precisión en el léxico:
Cómo se forma esa pasión por la trama en el niño que leía a Verne, que discutía con otros niños a los que les gustaba más Salgari?
-Sí, eso ya fue en la secundaria. Mire usted, yo pasé una infancia muy propicia para la lectura por una razón fundamental: a la muerte de mis padres, muy niño aún, vivía en un pueblo del estado de Veracruz, cerca del ingenio de Potrero, con mi abuela y un tío mío. Al poco tiempo de haber llegado, fui víctima del paludismo, la más terrible de esas plagas tremendas que había entonces. Cada familia tenía en ese momento varios miembros enfermos de paludismo. En mi casa fui yo el elegido por el mal y eso tuvo como consecuencia el no tener una escolaridad regular. No podía yo ir a la escuela, porque las frecuentes fiebres palúdicas, las ``persianas'', como se llamaban, nunca sabía uno cuándo vendrían, pero eran muy frecuentes. Era imposible para mí tener una escolaridad correcta. Algunas veces, por ejemplo, pude estar dos semanas en la escuela, regresando de haber pasado un tiempo en Tehuacán, donde me llevaban a las aguas y a otro clima: así podía yo resistir unos días de actividad, pero, por lo general, estaba yo en mi casa. En una preciosa casa, con una terraza larga con una especie de selva abajo y, tan pronto como aprendí a leer, siendo yo muy chico, unos familiares que pasaron por la casa me regalaron dos libros: uno de Jack London y los Dos años de vacaciones, de Julio Verne. ¡Quedé fascinado! Yo, que estaba entre tres paredes y un jardín ferozmente gigante, salvaje, en el que no veía casi nada, a nadie pasar cerca, sin ver otro horizonte. ¡Sentir esa maravilla de la narración de Verne! ¡Esos niños que se embarcan para pasar unas vacaciones que les dan sus padres o porque la escuela les dio como premio un recorrido por las islas cercanas a Oceanía, porque ellos son, si no mal recuerdo, de Nueva Zelanda. Bueno, el hecho de que salieran estos niños, de que no llegó la tripulación la noche que un ciclón desprende el barco y lo lleva a una isla desierta, donde tienen que construir de nuevo la vida poco a poco como Robinsones, que empiezan a cultivar la tierra, a domesticar los animales y, luego, a hacer tejidos, a curtir pieles para la ropa, para el calzado. ¡Todo eso me parecía tan fascinante, tan imposible, tan utópico, tan maravilloso, que todo lo que era mi vida cotidiana me parecía grisísimo! Lo único que era formidable era esa ventana al mundo que me daban los libros. A partir de entonces leí muchísimo: gran parte de las obras de Verne, después Stevenson, después Ivanhoe de Scott, luego ya los Dickens, las historias de niños, sobre todo; también leí Grandes esperanzas, y mi vida tuvo sentido por ello y yo creo que me salvé del desastre solamente por saber que tenía yo que acabar un libro y ya tenía otro para continuar y entonces eso era incompatible con irse al fondo de la enfermedad. Yo creo que a eso le debo mi carrera de escritor en buena parte. A los doce años, aunque parezca absurdo, había leído La guerra y la paz, de Tolstoi, los seis volúmenes de la ``Colección Málaga''. No sé qué habría entendido porque la volví a leer cuando estaba en Moscú, de agregado cultural, y no sé, porque ahora veo que es una novela complejísima: en cuanto a ideas, en cuanto a número de personajes, de batallas históricas, de generaciones... pero sí recuerdo que no podía cesar de leer y de fascinarme. Imagínese, en Potrero, en el calor brutal (es más cálido que una olla) y ante esa vegetación. Había un árbol de pochote, que les llaman, que era como del primer día de la creación; un árbol gigantesco que se extendía, en esa terraza en la que leía esto y vivía los viajes en trineo: ¡oír la nieve con las heladas y las ventiscas! Desde entonces he sido lector, un lector más bien hedonista. He leído sobre todo las cosas que me han gustado. Los autores que me han interesado los he agotado casi siempre. El no tener estudios de literatura, concretamente, sino materias sueltas, las materias de los temas que eran lo que me interesaba, pues también potenció ese hedonismo, ese vivir a gusto con los libros y dejar al margen aquellos que francamente no me fascinaban.
-¿Y cómo es que pasó de ese niño meramente hedonista a una persona con un rigor de lector crítico o, casi, científico?
-Cuando yo tenía diecisiete años me fui a México. Mi salud solamente había estado desquiciada en lo que sería el tiempo de la infancia, hasta el primer año de la secundaria, pero después fue cada vez mejor y, cuando fui a México, me sentía sanísimo. Mi familia me insistió en que estudiara yo la carrera de ``Leyes'', y no la de ``Letras'', que era a la que quería yo ir, sin saber bien en Córdoba (ya vivíamos en Córdoba) qué era lo de Letras, pero sabía que era lo de literatura. Entonces me dijeron que no, en mi casa, que podía yo ver cómo muchos de los escritores mexicanos...
-¿Los del siglo diecinueve?
-No, también los de mi época habían estudiado Leyes, porque Leyes estaba muy cerca de la Literatura. Reyes, Agustín Yáñez, Octavio Paz, Vasconcelos, no sé si Martín Luis Guzmán, o no...
-Sí, ingresó a la Escuela Nacional de Jurisprudencia, pero la revolución le impidió terminar sus estudios. ¿Y Azuela?
-Azuela fue médico. Todas estas personas eran personajes actuales, actuantes, con columnas en los periódicos, a quienes conocía todo mundo y sabía uno que eran escritores. Bueno, entonces, cuando llegué a México, pues me inscribí en la carrera de Leyes, en la Facultad de Leyes, y allí tuve la fortuna de encontrar a uno de los maestros que más extraordinariamente han influido en mi vida. Era un exiliado español, Don Manuel de Pedrozo, un aristócrata, un conde sevillano que eligió la República y eligió el exilio, en vez de quedarse, aunque no le habría sucedido nada si que queda en España, pues tenía la protección de la familia, los amigos especiales de la aristocracia. Don Manuel, después de darnos una clase de Teoría del Estado, se quedaba una hora a conversar con algunos alumnos: Carlos Fuentes, que era como tres o cuatro años mayor que nosotros y había vivido ya en Ginebra, había estado en París y en Nueva York y venía con un bagaje literario muy rico. Se quedaba él y otro grupo de amigos y la conversación era, fundamentalmente, sobre temas históricos, temas literarios, temas filosóficos. Nos entusiasmábamos tanto que el siguiente paso fue organizarnos los sábados para reunirnos en tertulia, unas dos horas o dos horas y media, en un café, el ``Café Viena'', para discutir temas con Pedrozo. Nos invitaba a tomar un tema, prepararlo y el sábado discutirlo, exponer el punto de vista de uno sobre tal cosa.
-¿Qué tipo de temas?
-Temas de todo tipo, pero ligados siempre a la literatura, eso era casi fundamental. Ahí empecé a tener ya un sentimiento de rigor, ahí empecé a ver que la lectura no era solamente un placer, sino que había maestros y había grandes teóricos y que algunos de los escritores eran, además, grandes conocedores, grandes eruditos de la literatura y la podían explicar y hacer ensayos de una manera que también era literaria, que también era literatura, y en ese periodo tuve también oportunidad de ir al Colegio Nacional. Ahí podía uno encontrar a todas las potencias intelectuales de México; estaba José Clemente Orozco, Carlos Chávez, Alfonso Reyes, y yo empecé a ir. Algunas ponencias eran muy divertidas. Las pláticas de Diego Rivera eran soberbias, notables, eran un acicate a la imaginación, porque todo era imaginario en las exposiciones de Rivera, pero las hablaba con una seriedad tal y con tantos detalles, todo como si estuviera hablando de algo muy común, muy normal, muy cotidiano, cuando era la antropofagia y el delirio total y eso era muy agradable, muy gustoso, pero lo que más me interesó después fue Reyes. Reyes en esos años leía su traducción de La Ilíada, y la iba explicando, la iba disecando, disectando, críticamente, pedagógicamente también, porque era un público que iba a aprender en el Colegio Nacional y ahí tuve una fascinación enorme hacia la literatura, hacia Reyes como presencia, hacia Reyes como persona y hacia Reyes como creador. En esa época leí mucho a Reyes. Eso también era una forma de conducirme, de saber qué era lo que realmente valía y qué cosas eran medianas solamente, aunque fueran muy gozosas, muy disfrutables, no tenían un sedimento que las pudiera hacer verdaderas obras literarias, obras artísticas. En una ocasión leí La cena, que me interesó mucho.
--En alguna parte dice que el intento de su obra...
--Sí, una vez ya estando aquí en Xalapa, estaba yo escribiendo una ponencia sobre el tema de un Ars poética personal, para una mesa donde íbamos a estar varios escritores del Continente y de España, escritores de habla hispana, y, al recordar esta especie de enseñanza que yo tuve de Pedrozo y de Reyes, se me vino a la cabeza La cena, recordé La cena, la releí de nuevo, y entonces, para mi sorpresa, cuarenta años después de haber comenzado a escribir y nunca haberme percatado de eso, me encontré con que todo lo que había escrito de alguna manera procedía de La cena, toda mi narrativa, o casi toda, todas las novelas y la mayor parte de los cuentos, desde el primero hasta el último, tienen como centro un misterio, una oquedad, una zona a la que no se penetra nunca, pero que influye sobre todos los personajes, a la que aluden, a la que se acercan, pero nunca se incorporan. Eso es lo que es la cena también, es una cosa en la que hay un misterio; el lector no sabe cuál es pero siente la impresión que el autor quiere dar con el pavor del personaje que ha llegado a una cena y que ha tenido que salir corriendo de ahí porque sentía que o se volvía loco o le pasaría algo aún peor.
-¿Esto tiene que ver con una idea muy importante cuando usted habla de la diferencia entre leer y escribir?
-Sí. Bueno, ahora que han salido mis cuentos, ahora que mi obra entera ha sido reeditada, que forma colecciones, me es más fácil verla. Además también por la edad y porque aquí estoy muy lejos del medio literario y puedo pensar más sedimentadamente sobre mi escritura y sobre la literatura en general. Entonces he advertido que hay dos elementos por lo menos que son una constante en mi narrativa, en mi escritura, desde el primer cuento: ``Victorio Ferri cuenta un cuento'' y el segundo, que se llamó ``Amelia Otero'', que los escribí casi al mismo tiempo, hasta mi narrativa más más reciente. Una de esas constantes es ese elemento, ese hueco que está en el centro de la trama y que nunca se acaba de resolver, que el lector tendrá que suponer algo o a lo mejor no le interesa suponer nada pero siente de cualquier manera que hay una zona de estática eléctrica en el relato, que se queda solamente como un elemento conjetural, algo sobre lo cual se pueden hacer conjeturas, pero nunca se está seguro de que es verdad lo que uno piensa, de que esa es la realidad del relato. Y eso se ha vuelto un elemento básico. Sin eso, difícilmente podría yo lanzarme a ninguna de las obras narrativas. Y el otro elemento que es el trabajo con el lenguaje hasta crear una forma, un mundo formal, un armazón, a veces muy cerrada, a veces muy severa y a veces muy suave, muy ondulada, que apenas si se siente. El lenguaje es fundamental en mí. Yo veo en mucha literatura a muchos autores que comienzan a escribir, tienen talento. Una incitación real y verdadera para ser escritores hace que su primer libro o hasta su segundo libro tengan algo muy cercano a nosotros (aunque pese el desconocimiento del lenguaje), que los lea uno con agrado, porque tienen el vigor que da la juventud y algo que está en el aire y ellos han sabido percibir, a pesar de que tengan una prosa desmañada u otros errores. Hay una verdad que llega a ser literatura; pero en su segundo o tercer libro ya no, y después dejan de escribir o escriben y ya no publican o escriben en ediciones de éstas de autor, en las que tienen que pagar, cuando ya tienen cuarenta y cinco o cincuenta años, porque no trascendió su literatura y creo que les sucede eso por la falta de rigor en el lenguaje o de una sabiduría no académica, necesaria para poder darle forma a un contenido que a uno se le ha venido a la cabeza o que ha oído o que ha leído, que ha pensado y con el que quiere crear un cuento. Uno tiene que encontrar el lenguaje adecuado para que la materia y la forma sean lo mismo, para que no se pueda separar y decir: este es el triunfo del estilo o este es el triunfo del tema. Entonces eso va afinando el instinto, el instinto literario, eso va afinando el oído, y para eso hay que trabajar mucho y hay que leer no solamente traducciones, como algunas gentes leen, porque el lenguaje de la traducción también es un lenguaje que envejece muchísimo. Por eso las novelas de otros siglos se reeditan constantemente en nuevas traducciones. Aunque también tiene que leer traducciones, porque tiene que estar enterado de quién es Kafka, quién es Joyce, tiene que haberlos leído, o Proust, o encontrar su ``familia'' dentro de la literatura y desdeña el idioma propio que es en el cual se va a manejar, es el idioma que uno va a trabajar, que uno necesita conocer, que uno necesita modular, saberlo domar o encabritarlo. Eso solamente se logra haciendo revisiones desde los clásicos medievales hasta lo actual y leyendo autores argentinos, bolivianos, venezolanos, colombianos, españoles... para poder ver algunos de los muchos registros del lenguaje.
Terminó el tiempo designado para la entrevista, terminó la cinta de grabación y no sólo quedó pendiente hablar de la intuición...