La Jornada Semanal, 18 de julio de 1999
El jueves 16 de junio de 1904 Molly Bloom no se levantó de la cama. A las ocho de la mañana su marido la despertó para servirle el desayuno y entregarle una carta cuya letra él reconoció como la de su amante. Casi dieciocho horas después, ella siente cómo Leopold Bloom, su cansado esposo, se tiende a su lado, le acaricia sus esbeltas postrimerías y entonces, en un lienzo de 25,000 palabras, esta Penélope de la modernidad nos informa acerca de sus orígenes, su vida familiar, sus sueños y compulsiones, sus gustos sexuales y su experiencia sentimental. Y también nos cuenta lo ocurrido entre ella y su amante, Blazes Boylan, con quien ha copulado ese mismo día en esa cama que ya forma parte de su identidad. En efecto, cuando Molly todavía se llamaba Marion Tweedy hizo trasladar la cama desde su Gibraltar natal hasta Dublín, con lo que incorpora a su matrimonio sus ensoñaciones eróticas de adolescente. Esa cama, además, cuenta con una plusvalía minuciosamente registrada por su propio marido al contabilizar uno a uno los veinticinco amantes con que la versátil esposa ha enriquecido la sociedad conyugal.
Como si fuera su trono, Molly Bloom baraja sobre esa cama andariega los hitos de su personal cronología. Si es verdad que lo accesorio sigue la suerte de lo principal, la cama de Molly la ha seguido desde su pubertad, con sus recuerdos y caprichos, con sus hábitos. Marion Tweedy, hija de la hermosa y enigmática española Lunita Laredo y del comandante inglés Brian Tweedy, nació en Gibraltar en 1870. La luna, bajo cuya inconstante aureola teje las 25,000 palabras de su discurso, es una persistente invocación a lo largo de esa memoria oral que es sólo un capítulo medular de su vida y ya está presente en el curioso nombre de su madre. El linaje lunar que Molly -apodo cariñoso de Marion, ``esa española que se huele a sí misma''- hereda y perpetúa, traza una estela femenina a lo largo del libro, bien sea a través del nombre materno, bien en las reflexiones sobre el día de los hechos, o bien en las gravitaciones fisiológicas que el satélite ejerce todos los meses sobre las mujeres. En la cama, pues, comienza, reina y termina la dinastía de Molly y, más paje que esposo, Leopold Bloom la sirve en un minucioso y voluntariamente envilecido pacto. Aunque no hay por qué sorprenderse de esta actitud, pues todo lo que hace referencia a este peculiar Ulises está signado por lo doméstico: alimentación, defecación, ensoñación sexual: todo está, igualmente, vinculado a la presencia lunar y femenina -sea Molly o la mujer en general- y preanuncia la eclosión final, también indisociable de ritos gástricos y flujos periódicos, acompañados de una bien surtida coprolalia así como de tórridas especulaciones sobre la vida. Lo confirman la delectación con que Bloom husmea en las intimidades de la pubescente Gerty MacDowell en la playa y las ceremonias anales con que honra los atributos posteriores de su bien dotada mujer. Y ella lo sabe.
Dos elementos más subrayan la atmósfera del recinto conyugal: la presencia de una gata y el cuadro ``El baño de la Ninfa'', una litografía a color cuyo título evoca dos referencias femeninas: su hija Milly, que a pesar de sus quince años ya sigue los pasos de su madre y coquetea con un sujeto llamado Bannon, lo cual recupera nuestra atención sobre la adolescencia de la propia Molly. Tanto ella como su hija se refocilan con individuos mayores, con lo cual esta recursiva y bien experimentada dama ratifica algunas de las características que definen la naturaleza de la mujer liberada de nuestro tiempo: la precocidad sexual y la perspicacia psicológica, la falta de escrúpulos y su perturbadora y contagiosa amoralidad.
Molly Bloom vive en sí misma -y así lo expone su monólogo- dos formas de comportamiento femenino: la niña sexualmente imaginativa y la adúltera incorregible. Y si se invierten las edades descubrimos que Molly Bloom culmina el proceso de la mujer que se emancipa a través de la relación extraconyugal -tema recurrente en la novela burguesa del pasado siglo- al tiempo que con su temprana experiencia y la de su hija, inaugura para el siglo presente el reino de la nínfula. Dueña de dos tiempos, la rozagante y hermosa mujer que concilia en su ser el calor mediterráneo y la imaginación celta, se convierte en la más inquietante de las metáforas de lo femenino merced a la triple alianza de sangre, luna y palabra. ``Y he aquí que en el día decimosexto del mes de la diosa de ojos de vaca y en la tercera semana después de la festividad de la Santísima e Indivisible Trinidad, estando entonces en su primer cuarto la hija de los cielos, la virginal Luna...''
De ahí que la versátil experiencia vivida a plenitud el 16 de junio de 1904 se convierta también en una rica iconografía explotada sin cesar por la narrativa moderna y entronice a Molly Bloom como el más fascinante personaje femenino de la novela del siglo que ahora muere.