Elba Esther Gordillo
Estado de derecho con justicia social

En días como éstos, de avances y rezagos y de grandes definiciones, vale la pena repasar la historia, acudir a la memoria colectiva y extraer lecciones del pasado. Ayer se cumplió otro aniversario de la muerte de don Benito Juárez, conductor lúcido en tiempos difíciles, cuando la nación se debatía entre la fuerza de los caudillos y la fragilidad de las instituciones.

No quiero, sin embargo, referirme a Juárez como el abanderado de una generación luminosa, sino subrayar otro aporte crucial: el triunfo de la República y, con ella, del estado de derecho. La generación de la Reforma fincó, en la majestad de la ley, el cimiento más firme para la nación. El estado de derecho, desde una perspectiva distinta, pero en clara convergencia lo definió Juan Pablo II: "es aquél donde es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres" (encíclica Centesimus annus).

Pero hablar de la vigencia del estado de derecho implica hoy reconocer entre los déficit que arrastramos en este fin de siglo, uno muy severo: los altísimos índices de impunidad y a lo que convocan el avance de la delincuencia (común y organizada) y la frustración de la sociedad. Hay, es cierto, avances notorios en materia de justicia y en el rescate de la autonomía del Poder Judicial, pero es innegable que falta un largo trecho para que esos cambios permeen toda la estructura judicial del país y lo que va de la mano y que toca a la rama ejecutiva: la procuración de justicia, condición para recuperar la confianza de la población.

Otro capítulo en el que hay avances sustanciales es el democrático: en la división y el equilibrio entre los poderes; en la consolidación de un federalismo auténtico; en la autonomía de los órganos electorales y en la equidad, transparencia y confiabilidad de las elecciones.

La construcción democrática tiene como condición sine qua non la formación de hombres y mujeres portadores de valores democráticos; el respeto a la diversidad ųétnica, religiosa, sexualų; el debate y la confrontación civilizada de las ideas; la corresponsabilidad; la ética que implica la honestidad y la rendición de cuentas; el respeto a los derechos humanos y al medio ambiente. De allí el papel crucial de la educación para la democracia.

Falta, sin embargo, sacudir las inercias de la vieja cultura política que acompaña a muchos actores: privilegiar (y no descalificar) el diálogo, la negociación, la integración de consensos.

Otro déficit de proporciones mayúsculas es el de la justicia social, compromiso originario de la Constitución que nos rige. No hemos logrado aún que los avances en la macroeconomía se expresen en el bienestar de la mayoría de la población. El Reporte de la Organización de Naciones Unidas, correspondiente a 1999 sobre desarrollo humano (The 1999 Human Development Report), ubica a México en el lugar 50, detrás de países como Trinidad y Tobago, Venezuela y Panamá en el hemisferio americano. La conclusión es inequívoca: tenemos que profundizar, con sentido de urgencia, políticas públicas que incidan en la educación, la salud, la alimentación, la vivienda, el empleo y todos los componentes que integran el bienestar humano.

En el umbral del nuevo siglo, el pensamiento de Juárez y de la generación de la Reforma mantiene su vigencia; nunca dejará de inspirarnos su terca defensa de la independencia desde la dignidad; su voluntad de construir, pese a todos los obstáculos, el destino propio; su determinación de ajustar el ejercicio de gobierno a la legalidad y su advertencia de que "nunca tendremos razón contra la patria".

 

[email protected]