El cerebro de Einstein
Jorge A. Lazareff
El mes pasado los investigadores de la Mc Masters University (Ontario, Canadá) anunciaron haber encontrado en las circunvoluciones del cerebro de Albert Einstein la posible explicación de su genio creativo. De acuerdo con la doctora Sandra Witelson y sus colaboradores, el lóbulo parietal de Einstein es 15 por ciento más ancho que el de otros 52 cerebros que pertenecieron a individuos con un coeficiente de inteligencia en el borde superior de la normalidad. The New York Times destacó el descubrimiento en la primera página de su edición del 18 de junio. Los investigadores canadienses describen que el opúrculo, una subdivisión del lóbulo parietal situada en la zona inferior de éste, está ausente en Albert Einstein, y sugieren que ese accidente anatómico puede explicar la capacidad de asociación que revolucionó nuestro entendimiento de la física.
A neuroanatomistas y neurobiólogos no se les escapa que la hipótesis no ha sido suficientemente contrastada. Ya que los cerebros de Max Plank o de Niels Bohr no están disponibles para comparaciones, no podemos saber si la ausencia del opúrculo es una medida de la capacidad de asociación y abstracción de los físicos geniales o si, por el contrario, está relacionado con otros aspectos de la personalidad de Einstein que se han dejado de lado en el esmero de imaginarlo como un gigante intelectual todos los días de su vida. Se sabe, gracias a su madre, que Einstein empezó a hablar a los tres años, y es probablemente válido argüir que en la falta del opúrculo puede residir la razón de ese retraso psicomotor. ƑO no?
El tema no dará para más que una apostilla en tertulia estival, pero el entusiasmo con que fue recibida la noticia de nuevos descubrimientos en la topografía del cerebro de un gran científico parece anunciar la reaparición de la frenología. En el siglo XIX, Franz Joseph Gall aseguraba que podía identificar y localizar 27 facultades psicológicas en la corteza cerebral. Sus ideas lo llenaron de plata, pero fueron rebatidas con facilidad por John Harrison, Thomas Sewall y otros. Pero el concepto de localización de actividades psicológicas complejas iba a aparecer con otro disfraz. La expansión colonial de las metrópolis y la prevalencia de la idea de la superioridad de los europeos sobre los africanos inspiraron otra serie de mediciones y descripciones de volúmenes y topografías de cerebros humanos. Nott y Agassiz, para nombrar algunos, dijeron a mediados del siglo XIX que existía evidencia anatómica irrefutable de la inferioridad intelectual de la raza negra.
Finalmente el tema se olvida cuando la acumulación de datos muestra una pobre correlación entre pesos y medidas del cerebro con la producción creativa de cada individuo. Un ejemplo al caso es el de Paul Broca, el gran anatomista y antropólogo francés, con sus regulares mil 484 gramos de masa encefálica, afirmó que las personas educadas tenían un cerebro más pesado que las ignorantes.
De esa pasión por crear una aristocracia biológica no se han salvado los miembros del Politburó soviético de 1930, quienes con respetuosa anticipación le prestaron el cerebro de Lenin al alemán Vogt. Este quedó impresionado por la estructura neuronal del líder ruso, a quien calificó de "un atleta de las asociaciones".
Estos ejemplos casi pintorescos fueron representados a larga escala por un debate académico-filosófico entre holistas y localizadores. Y a nadie se le escapa que cada uno de esos grupos tienen evidencias sustanciales para sostener sus afirmaciones. Hoy no se discute que existe una localización precisa de la región de la corteza cerebral que controla el movimiento de los dedos, o que en una zona del tronco encefálico se conglomeran las células responsables del automatismo respiratorio. Pero, por otro lado, existe clara evidencia de que un daño en el cerebelo provoca alteraciones en las funciones del lóbulo temporal; a este fenómeno de efecto funcional a distancia, del cual existen varios ejemplos, se le conoce como diasquisis, que es la representación cerebral de aquella afirmación de que el aleteo de una mariposa monarca afecta el viaje de las nubes en Nepal. En otras palabras, podemos estimular el movimiento de los dedos, pero ignoramos cómo iniciar la intención de moverlos.
En este siglo, la desnudada idiotez racista y la evidencia científica han puesto el punto final al entusiasmo por estudiar al otro con definiciones a priori. Sin embargo, parece que la fascinación por la localización cerebral, la misma que hizo rico al charlatán de Gall, se sigue reinventado. Nuestra muy humana persistencia en tratar de localizar lo que todavía no hemos podido definir, la mente, nos va a llevar a tropezones a la respuesta que buscamos. Ojalá que como especie no tengamos que pasar por un tiempo durante el cual los individuos sean clasificados por las sinuosidades de su corteza cerebral, definidas por imágenes de resonancia magnética.
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