Hace un par de años recibí una llamada de Washington. Un amigo, analista de la división de desarrollo de nuevos proyectos de una prestigiada firma de asesoría en temas de petróleo y electricidad, me preguntaba qué tan cierto era el rumor que se corría por allá en torno de la venta de la industria eléctrica nacional. En ese momento aseguré que no tenía conocimiento de planes al respecto y que realmente me parecía difícil, entre otras cosas, porque la CFE había emprendido un esfuerzo serio de reforma y restructuración, que permitía pensar en su fortalecimiento y en su mayor capacidad competitiva. Me dijo que, por eso, el rumor insistía en que se ofrecía una de las más grandes compañías eléctricas de América Latina por un poco más de 35 mil millones de dólares.
Además, bromeando sobre mi posición de defensa del carácter nacional de las empresas del sector eléctrico, me aseguró que la única forma de garantizar un desarrollo sostenido de la industria eléctrica era con su privatización y su sometimiento al libre mercado. Hicimos una apuesta. Me aseguró que yo perdería. Estudioso de Adam Smith, de Keynes y de los teóricos fundadores del Equilibrio General, como Walras y sus vulgarizadores, mi amigo insistía en la necesidad de seguir la recomendación de que en todas las esferas de la vida financiera, productiva y comercial actual se debía no sólo permitir, sino impulsar su comportamiento natural, para garantizar que el funcionamiento económico y social se desplegara sin ningún tipo de intervención. Eso permitiría una acumulación de bienestar para la sociedad, pues el capital invertido en máquinas, equipos, materias primas, instalaciones y en fuerza de trabajo, merced a esa maravilla llamada por Smith división social del trabajo, genera una fuerza productiva creciente capaz de permitir el bienestar de la humanidad.
Aunque Keynes -aseguraba mi amigo- había señalado que el capitalismo podía funcionar y garantizar ese bienestar, a pesar de que no se lograra la plena utilización de máquinas, equipos, materias primas, instalaciones y fuerza de trabajo disponible, merced a un equilibrio logrado con subutilización de recursos y mano de obra (desperdicio, en buen romance). Pero la posguerra -acotaba- condujo de nuevo a discutir el asunto de la expansión continua y del nivel de la tasa de crecimiento de las economías de mercado, lo que llevó al debate sobre la relación capital-producto en los modelos de crecimiento, y a su réplica, dado que concluían que lo más probable era que las economías de mercado evolucionaran errática e inestablemente.
La réplica sostenía que sólo la libre operación de los mercados permite que se resuelvan favorablemente las consecuencias nocivas de las fluctuaciones de la relación capital-producto, debidas fundamentalmente a las variaciones de precios de los factores de la producción, con lo cual desaparecerían las previsiones pesimistas, no sólo de Keynes, sino también de los modelos de crecimiento tipo Harrod-Domar. Y no es cierto, me juraba, que se tenga confianza ciega en el mecanismo del mercado, a pesar de que Ferguson haya asegurado que es una cuestión de fe, invocando la autoridad de Samuelson.
La lección de mi amigo terminó; meses después me di cuenta de que tenía razón no sólo en eso de lo que entonces llamó remate internacional de la industria eléctrica mexicana, sino también en las ideas que se aducirían para ello, resueltas, finalmente, en una cuestión de fe: todo será mejor si funciona el mercado... pero... Esta semana volvió a llamar mi amigo de Washington, ahora convertido en director de la división de nuevos proyectos y evaluaciones financieras de una de las más importantes firmas de asesoría en temas energéticos; luego de comentarme que acaba de llegar de Turquía, donde tenía un contrato de asesoría con el gobierno en torno a los oleoductos vinculados a los proyectos de explotación petrolera del mar Caspio, y donde florecían las inversiones estadunidenses, me aseguró que en Washington estaban convencidos de que la privatización de la industria eléctrica nacional era un asunto que pasaría a la agenda del siguiente sexenio, por lo que -me dijo- estaba dispuesto a pagarme la apuesta de hace dos años. Y yo preferí no cobrarle... al menos todavía.