Bárbara Jacobs
General Plata

Llegamos a Córdoba a finales de mayo de 1982. Recorríamos Andalucía por primera vez, montados en autobuses y sin mayor noción en cuanto a dónde parar. Pero aquella noche era de Feria, y no encontramos otro alojamiento que una habitación pobre, en un albergue más pobre aún. La perspectiva de dejar la ciudad en fiesta apenas visitáramos el monumento a Maimónides y la mezquita-catedral a la mañana siguiente, sin embargo, nos hizo tomar de muy buen humor la inoportunidad de nuestra llegada y acomodarnos a dormir, lo más realistamente posible, en el camastro.

Pero yo no lograba conciliar el sueño, de modo que abrí el cajón de la mesita de noche y saqué el libro que casi no dudé que encontraría ahí y, bajo una luz previsiblemente tenue, lo leí. Le faltaban hojas; para empezar, las primeras, de manera que me fue imposible conocer el nombre del autor, el título de la obra y otros datos precisos, mas no sé si esenciales, para dar autenticidad a un libro impreso; fecha y lugar de publicación, crédito del traductor, si es que se trataba de una obra traducida.

Lo importante fue que conocer al personaje del que se hablaba en aquellas páginas, un tal General Plata, me entretuvo esa noche de insomnio en Córdoba, y desde entonces me ha acompañado. En ninguna de mis lecturas posteriores me he encontrado con la menor referencia al General Plata, y dudaría de su existencia como personaje aun ficticio de no ser porque tuve el libro en las mano y pasé las hojas con las que el libro contaba.

¿Se trataba de una breve biografía, o de un cuento? ¿El General Plata existió, o fue producto de la imaginación de su autor? Sé que no se trató de un sueño mío.

Sin principio y sin final, y, bueno, me temo, sin el meollo completo de la historia, me es muy difícil contestar mis propios interrogantes. Tal vez lo único confiable sea la deducción de que el General Plata fue un personaje lo suficientemente interesante como para haber merecido que alguien registrara algunos hechos de su vida en un libro, y como para que, a casi veinte años de que yo los conociera como lectora, no los hubiera olvidado. El General Plata me ha perseguido todo este tiempo, y ésta no es la primera ocasión en que intento reconstruirlo a partir de mis recuerdos.

Es tan poco lo que leí sobre él que en unas cuantas líneas podría registrarlo, meros detalles anecdóticos de la vida de una especie de filósofo; y es, más bien, el hálito que les infundía vida lo que los hace parecer, aunque inapreciables, sin número, constitutivos de toda una vida. Si persisto en reconstruir o en recoger o en compartir algo tan precario como esto, mi disculpa está en mi ocupación, pues si un escritor no va tras un misterio, ¿de qué le sirve la imaginación?

Su verdadero nombre era otro; Georges, el de pila, y un apellido tan rebuscado que, por más ejercicios de mnemotecnia que practiqué, no retuve. Había vivido en una calle nombrada en honor de un General Plata, no sé en qué ciudad, de qué país del mundo; y él había adoptado ese apelativo de manera informal, sólo para que el trato con la gente no se viera obstaculizado por un nombre impronunciable. Este dato mínimo, me parece, recoge su tipo de carácter. A mí me lo representó afable, sonriente y, si no resulta exagerado, hasta feliz.

Su negocio consistía en vender tapetes orientales que él mismo escogía en la vieja Persia y que, por diferentes medios, cargaba hacia un punto determinado del mundo u otro. Según las páginas que seguían atadas al manojo que hacía las veces de libro, el General Plata estaba en Europa; y casi me siento autorizada a afirmar que en España, para no ir tan lejos como para aventurar que, específicamente, en Córdoba. De pronto el General Plata menciona el Guadalquivir, por ejemplo, y, aquí y allá, cita a Averroes y llega a expresar nostalgia por los emires de Al Andalus y hasta por Bagdad, por más que esto no sea prueba de por sí de que él se encontrara en Córdoba.

En un momento dado, el General Plata está tratando de vender un tapete a un escritor. Este, perspicaz, le pregunta por sus orígenes, como para ponerlo en su lugar, o ser él, y no el General, quien dominara la situación. El aspecto del General Plata y su pronunciación del idioma en que fuera que hablaran, se consigna que eran contradictorios y engañosos. ``Parece de aquí'', le dijo el prospecto de cliente; ``pero hablas como extranjero''. Riendo, echando la cabeza para atrás, el General Plata contesta, ``Soy de la tierra en donde crece el árbol del pan''. Pero, antes de que semejante respuesta, más que afianzar, deshiciera la venta, astuto, el General Plata se apresuró a proponer al escritor que, si le gustaba el consejo que le iba a dar, se lo regalaba con el tapete. La condición era que el escritor, al oír el consejo, fuera honesto al contestar si lo seguiría o no. Y era éste: ``Anota tus ideas en un trozo de papel; doblado y mételo en una alcancía. Diez años después de llena, ábrela y desdobla los papeles. Desarrollarás sólo la idea que valga la pena; las otras las desecharás, de forma incondicional y definitiva''.

No supe en qué acabó el trato.