Saltillo, Coah. Reunir a cerca de 70 jóvenes guitarristas de siete estados de la República en una misma ciudad ya es un mérito singular. Ponerlos a trabajar, estudiar y tocar bajo la guía de media docena de guitarristas profesionales de México y el extranjero es sin duda un logro importante y trascendente del cuarto Festival Internacional de Guitarra del Noreste, celebrado recientemente en la capital coahuilense. Festivales van y festivales vienen, pero los que realmente dejan huella son aquellos cuya vocación de enseñanza y práctica de las artes rebasa la simple logística de organizar un ciclo de conciertos. Tal es la filosofía de este encuentro de guitarra que, bajo la dirección artística de Martín Madrigal (es guitarrista, no funcionario), ha ido creciendo y adquire solidez con el paso del tiempo.
Sí, hubo un ciclo de recitales como parte medular del festival, pero lo más atractivo estuvo en otros ámbitos. Como parte fundamental del acto, fueron invitados a Saltillo dos de los más importantes constructores mexicanos de guitarras, dos luthiers de Paracho, con una reputación que ya alcanza el ámbito internacional: Abel García y Fructuoso Zalapa.
La participación de ambos no consistió, como pudiera pensarse, en comunicar los secretos del arte de construir instrumentos, sino en dictar conferencias e impartir talleres relativos al cuidado, mantenimiento y reparación de guitarras, asunto de una utilidad práctica inmediata para los jóvenes asistentes al festival.
Si bien disfruté mucho los recitales (dos de ellos especialmente buenos) confieso que los momentos más entretenidos de esa semana en Saltillo ocurrieron durante los talleres ofrecidos por Fructuoso Zalapa, quien se las ingenió para hablar y hablar de mil y un temas relativos a la guitarra, mientras que con esa rara facilidad que sólo los grandes artesanos tienen, realizaba correcciones, adaptaciones y reparaciones a las guitarras que le eran presentadas por los asistentes al festival.
No dudo que la fascinación por este tipo de talleres sólo pueda ser cabalmente comprendida por aquellos que alguna vez hayan pulsado una guitarra, aun en el nivel amateur, pero lo cierto es que fue un placer escuchar a Zalapa hablar de las guitarras con un cariño singular; de la madera como algo vivo y cambiante, y mostrar un justificado orgullo por su trabajo.
Los asistentes tuvieron, además, la oportunidad de ver y pulsar algunas guitarras fabricadas recientemente por García y Zalapa; las expresiones de asombro y placer fueron numerosas ante los hermosos y sonoros instrumentos.
En el campo estrictamente musical, el cuarto Festival Internacional de Guitarra del Noreste ofreció al público una serie de nueve conciertos, algunos de guitarra sola, otros a base de diversas combinaciones. De los que tuve la oportunidad de escuchar, tres me parecieron especialmente sólidos.
En primer lugar, el de Juan Carlos Laguna, quien después de ofrecer una depurada interpretación de una pieza de Takemitsu, ejecutó con gran soltura y eficacia técnica las complejas variaciones que Leo Brouwer urdió sobre un motivo del gran Django Reinhardt.
Para concluir, un auténtico agasajo: los doce estudios guitarrísticos de Heitor Villa-Lobos, interpretados por Laguna con la lucidez necesaria para hacer resaltar los valores estéticos de estas piezas que, engañosamente, parecieran no ser más que páginas de talacha para los dedos.
En segundo lugar, el recital ofrecido por Mary Akerman a partir de un programa amplio y variado, en el que dejó constancia de una claridad de fraseo y articulación de muy alto nivel, que se tradujo en una singular limpieza de sonido. Además, la guitarrista estadunidense demostró tener una especial flexibilidad para involucrarse con la esencia rítmica y expresiva del repertorio latino, lo que fue especialmente notable en sus ejecuciones de La catedral, del paraguayo Agustín Barrios, y de los jugosos joropos y valses del venezolano Antonio Lauro.
Finalmente, un sabroso y caliente concierto de jazz protagonizado por el guitarrista Cristóbal López y el pianista Eugenio Toussaint, menos concurrido de lo que hubiera podido esperarse, pero de una alta calidad musical. Lo fundamental de esta sesión: la evidente y dichosa complicidad entre ambos, elemento indispensable para todo buen jazz, y que salió a relucir particularmente en piezas como Lucas blues y Las hojas muertas.
Bien acompañados por Armando Cruz y Aarón Cruz en bajo y batería, López y Toussaint se divirtieron (y nos divirtieron) como enanos, sembrando además el saludable precedente de que en un festival como éste no puede faltar la guitarra eléctrica, instrumento que sabe decir cosas harto interesantes.
En suma, un festival bueno y variado, al que sólo le hace falta con urgencia obtener otro escenario para los recitales de guitarra clásica, ya que el actual padece condiciones acústicas infames. Dicho de otra manera: los armónicos naturales no se llevan bien con las motocicletas flatulentas, y los autobuses urbanos con el escape abierto son un mal acompañamiento para la música de Giuliani.