No podemos advertir que la vida es acre sin antes olvidar el sabor dulce de las primeras emociones. Mientras no es posible gustarlas, se nos aparece el mundo como un enorme lugar. Pero revertimos el paisaje de nuestra existencia y dramatizamos nuestro porvenir cuando éste nos parece infantil. En La emperatriz de Lavapiés (Alfaguara), Jorge F. Hernández revive espléndidamente con su personaje el pasado que se le fue y trata de atrapar. Como en juego de espejos, perpetuación de la vida del hidalgo gigantesco, enloquece entre corridas de toros y la presencia-ausencia de su dulcinea llamada Carmen. Pedro se desquicia como el Quijote, entre las páginas del libro, escudriñando lo que ha creído significados ocultos. A partir de tales instantes deja el mundo de ser quimera. Su romance deviene desierto como una dolorosa comedia de magia.
Pedro se va de México, adonde llegó exiliado, a repetir en su Madrid natal un nuevo exilio. Emprende la ruta inevitable. Es en tal punto donde comienza todo. En la misma forma que cuando el Quijote se sale a los caminos inicia la ruta inevitable. Hasta ese momento existe, al encontrarse con su propio ánimo, es decir en su primera salida. Quiere volar por los cielos y arrastrarse por la tierra y descubrir que la felicidad se la ofrecen las calles, el ambiente, el valor.
En su peregrinar madrileño confundido con el mexicano, que lo llena de dolores, se disuelven las ilusiones y surgen otras. Pedro empieza a recobrar las emociones que había cubierto trabajando. A evocar los recuerdos de los aspectos iniciales de la vida. Emociones que le ofrecen el goce del placer insospechable de comenzar la vida por segunda vez. Ese punto en que las rutas se ensanchan y reaparecen en el cielo azul madrileño nuevas fantasías y la alegría del regreso a sí mismo. Madrid vuelve a ser su hogar.
Pero, ¿cómo ordenar este juego de espejos y emociones recobradas? Manolete recibe la alternativa en México e inaugura la Plaza México. Carmen aparece en el coso. Sus presencias dejan una emoción que nunca se apaga. Desaparece el torero herido de muerte, en una placita de un pueblo español. El aire tiende un escalofrío sobre los recuerdos de su verticalidad y entrega. Los oles aún resuenan con una dulce ingenuidad perseverante y música de Agustín Lara. Se oye la queja desde los versos de su Madrid, Madrid. Los oles sirven de conjuro a las viejas imágenes que aparecen mezcladas a las de Carmen, como las estampas de un libro amarillento o mellado y recobrado, enquijotado. Son los de la propia vida que ya no existe. Los óleos enmaletados marcaron el ritmo de los años jóvenes de Pedro. Su sonido bajo el impulso de miles de voces invisibles le producen la inefable impresión de misterio. Y la quietud de la plaza vacía y el torero muerto la sugerencia de la sombra de un hombre crucificado en las astas de ese miura asesino llamado Islero.
El torero que vive en Pedro había cerrado su existencia, su carrera, con ese grito, ese ¡ah! proferido por miles de bocas. Este es el broche, superlativamente emotivo de su existencia triunfante: la muerte natural. Esa muerte que lleva adentro acompañado de su Carmen y que le da a su ``torero'' que lleva en las entrañas su valor trascendente, realismo excepcional. Esa muerte que se le ve venir, se le ve ocurrir, en medio de ese juego de espejos, tiempos mexicanos y españoles en carrusel de fantasías.
La presencia-ausencia de Carmen Manolete, la revelación del pasmoso misterio. Estar y no estar instantáneo en el mundo.