A raíz de la auditoría que fue encargada a la firma canadiense de Mackey, en las próximas semanas comenzará a difundirse un volumen considerable de información acerca de operaciones ilícitas de la banca mexicana, vinculadas en gran parte a la cartera vencida asumida por el Fobaproa. Las notas que ya han sido publicadas en la prensa nacional, anticipan una conclusión fundamental que no sorprende, pero que ahora está más fundamentada en términos legales: me refiero a que los bancos y el gobierno se han coludido para defender los intereses de los primeros.
Estas alianzas entre banqueros y políticos sin duda no son nuevas, pero ciertamente sugieren que deben estudiarse más detenidamente, ya que los analistas políticos no suelen incorporarlas en sus interpretaciones excepto de manera coyuntural. En este sentido, debe ser claro que en cualquier sociedad capitalista, por muy democrática que se considere, los banqueros tienen al menos tanto poder sobre el gobierno como los propios políticos, aunque casi siempre trátase de esconder este hecho. Y cuando dicha situación se llega a hacer pública se considera un escándalo con objeto de argumentar que estas relaciones incestuosas no son habituales.
Desgraciadamente, la historia demuestra que una de las principales fallas del largo y accidentado proceso de construcción de la República Mexicana ha sido precisamente el excesivo amor que han obsequiado los políticos a los banqueros, fuese porque deseaban equilibrar déficits o, alternativamente, porque tenían interés en participar en negocios comunes. Es bien sabido que en la temprana república, tanto bajo el régimen federal como bajo el centralista, los gobernantes tuvieron que someterse (en general gustosamente) a las exigencias de los comerciantes/banqueros --mejor conocidos como agiotistas-- para contar con los fondos requeridos para pagar sus ejércitos y la administración pública. También es muy conocido el hecho de que algunos de los banqueros privados más ricos del país fueron los principales promotores del gobierno del Imperio de Maximiliano entre 1863 y 1867.
Luego, durante el porfiriato, está perfectamente documentado que los generales y presidentes Manuel González y Porfirio Díaz cultivaron asiduamente las relaciones con los banqueros más prominentes, recibiendo, por ejemplo, paquetes de acciones del entonces flamante Banco Nacional de México, fundado en 1884. Y en el norte, caudillos/ empresarios, como el gobernador Terrazas de Chihuahua, no dudaban en poner todas sus confianzas en su banquero predilecto, Enrique Creel, quien ayudaba a administrar su enorme y diversificado imperio económico.
Después de la revolución, y a partir de los años de 1920, comenzaron a entablarse relaciones entre la nueva cúpula política y los nuevos banqueros, en particular directivos de la banca central y paraestatal, aunque sin duda también fueron influyentes diversas figuras de la banca privada, los más conocidos siendo los Legorreta y los Espinosa Yglesias, por ser directivos de los bancos más grandes. Sin embargo, no sería hasta el decenio de 1990 que la alianza entre banqueros y políticos alcanzaría su apogeo. El extraordinario rosario de favores concedidos a los financieros en las subastas de los bancos privados a principios del decenio y, luego, en el sostenimiento de márgenes de operación que han sido de las más altas del mundo a lo largo de los últimos años, nos hablan de la naturaleza íntima y poderosa de estas alianzas.
Los escándalos de la privatización de la banca y aún más del Fobaproa demuestran la urgencia de una reforma financiera profunda para poder lograr una verdadera modernización política y económica de la nación. Es más, si el objetivo más destacado de la política contemporánea consiste en alcanzar una plena democracia, ello también implica necesaria y previamente que se dé paso a un proceso auténtico de reforma del poder de don dinero.