No es la primera vez en la historia que la política se desentiende de la inteligencia. Tampoco es la primera vez que la violencia se impone a la razón. Sin embargo, nunca como ahora ha sido patente la indefensión de la universidad frente a la política y a la violencia. Es muy posible que los estudiantes paristas no lo vean, pero una de las enormes diferencias entre ellos y el movimiento estudiantil de 1968 es que entonces la UNAM fue víctima de la violencia del Estado. Hoy la han herido sus propios hijos.
Muchos se sorprenden de lo que consideran la incapacidad de respuesta de las autoridades universitarias; pero no hay que olvidar que las universidades no son organizaciones políticas, las cuales responden a los retos de sus adversarios de manera disciplinada y coordinada; las universidades no cuentan con instrumentos propios para defenderse de agresiones verbales y físicas como las que han estado sufriendo durante casi tres meses las autoridades, los profesores, los investigadores y la gran mayoría de los estudiantes de la UNAM. Es muy probable que los paristas no lo sepan, pero queda claro que su fuerza no está en el número de personas que los apoyan, tampoco en sus demandas, sino en que han aprovechado las características mismas de la universidad -una institución plural, diversa y comprometida con las formas civilizadas de la relación política-- para agredirla. Los paristas utilizan los valores de la universidad para atacarla, de la misma manera que los enemigos de la democracia se han servido de sus instituciones una y otra vez para destruirla.
La intransigencia de los paristas en las reuniones con la Comisión de Encuentro en el Palacio de Minería es un hecho palpable que ni siquiera las crónicas más benévolas logran ocultar. Sin quererlo describen también día con día el carácter antidemocrático de este grupo de estudiantes, de las asambleas de una minoría confusa y autoritaria, que se impone a gritos, acalla las discusiones con música estridente o se desnuda y baila para distraer la atención de un auditorio predominantemente adolescente. Pocos de ellos parecen darse cuenta que su comportamiento nada tiene que ver con la democracia, uno de cuyos pilares es el intercambio respetuoso de opiniones distintas, informadas, bien pensadas y argumentadas. Es preocupante para el futuro de México que su comportamiento y sus fragmentados discursos revelen una visión de la democracia como la tierra de nadie, que en este caso es un paraíso infantil donde cada quien hace lo que quiere y dice lo que se le ocurre sin costo ninguno.
Los estudiantes paristas parecen haber caído presa de una patología política producto de la descomposición de un discurso populista plagado de arcaísmos, muy semejante al que gobernó el país en los años de Luis Echeverría. No deja de ser paradójico que sea precisamente esta figura, el secretario de Gobernación en octubre de 1968, la que asome en la palabrería parista. Repiten, sin saberlo, muchas de las fórmulas que ese malicioso político utilizó como candidato y como Presidente de la República, asesorado por muchos universitarios olvidadizos que en su tiempo aceptaron su oferta de reconciliación, y cuya huella también está presente en la imaginería parista; por ejemplo, la frase ``La universidad es del pueblo'', que hoy en día, a finales del siglo XX carece de contenido y hasta de atractivo retórico. Uno incluso se pregunta si los asesores adultos de los paristas --que los tendrán-- no estarán pensando que ante el previsible fracaso electoral del PRD en el año 2000 hay que preparar condiciones favorables a su regreso al campus universitario.
Hasta ahora la intransigencia que ha impulsado la carrera de los paristas hacia ese proyecto vacío no ha encontrado ningún obstáculo. Las reuniones con la Comisión de Encuentro demuestran que la política de apaciguamiento con que se ha intentado convencerlos de que devuelvan las instalaciones, únicamente ha robustecido su arrogancia. Cada día exigen más ante la exasperación de sus interlocutores. El espejismo de la impunidad los ha cegado y no saben dónde ni cómo detenerse. Más que movidos por objetivos precisos parecen empujados por el vértigo del abismo. Sumergidos en un mundo de fantasías, dominados por el victimismo y las aspiraciones de emular el movimiento estudiantil de 1968, parecería que los estudiantes paristas quieren suplir la ausencia de líderes con mártires; como si supieran que en el futuro la causa que los llevó a tomar la universidad --el alza de cuotas-- no será suficiente para justificarlos, y buscaran en un final catastrófico las razones de su movimiento.