Alberto Aziz Nassif
La protección como impunidad

En los últimos días, el gobierno y su partido han empezado a cerrar los espacios para edificar a su alrededor una fortaleza que los pueda proteger de su propio pasado y de sus temores de perder la Presidencia de la República en el 2000. Esta protección es una compleja operación que tiene como objetivo evitar un mayor desgaste político.

Por lo pronto, dos áreas han sido claves para establecer ese cerco: la negativa de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público para proporcionar al Congreso de la Unión la información sobre el Banco Unión ųaveriguación necesaria para concluir las auditorías del Fobaproaų, y la negativa del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a establecer cualquier reforma electoral que ponga en peligro sus ventajas tramposas para la sucesión.

Las dos acciones son estratégicas y serán argumentos importantes en el balance del voto ciudadano. Lo poco que se conoce del resultado de las auditorías de Michael Mackey sobre el Fobaproa deja ver varios errores gubernamentales, que ahora se traducen en deudas millonarias que todos tenemos que pagar.

La lista de errores es larga: "Las autoridades federales actuaron de manera irresponsable, con negligencia y sin oportunidad". Con la estatización, la banca se manejó con "un altísimo sobreendeudamiento con el extranjero, sin controles internos, y finalmente como caja chica del gobierno federal". Una vez que se privatizó la banca se hizo un "negocio discrecional (...) El caso más patético y dramático fue el de Carlos Cabal Peniche y Banca Unión". Ya con el Fobaproa se hizo el peor negocio, se compró lo peor de la cartera con 75 por ciento de subsidio. (Las citas están tomadas de la revista Milenio, número 97)

La crisis bancaria mexicana se convirtió en una cadena en la que predominó la falta de un manejo eficiente, una supervisión real y efectiva, y sobre todo una política responsable que pudiera construir la banca que se necesitaba para sostener el desarrollo del país.

Una parte de esa historia devela las complicidades de los nuevos banqueros con el priísmo, historia que hoy se quiere tapar con un dedo. La otra devela una de tantas expresiones de un sistema en el que no ha habido contrapesos, mecanismos eficientes para llamar a cuentas a los responsables y que ahora se han vuelto una carga impagable para el país.

La reforma electoral que proponía la oposición, y que la mayoría del PRI en el Senado de la República impidió, es otra pieza protectora.

Con una posición muy conservadora el priísmo expresa sus miedos y su fragilidad: temor a que el país tenga reglas electorales equitativas y democráticas en las que las coaliciones no tengan trampas; que los mexicanos que viven en el extranjero puedan ejercer su derecho al voto; que los partidos tengan un mejor acceso a los medios masivos; que se termine de una vez por todas con el corporativismo como pieza clave del poder priísta; que se puedan ejercer mejores mecanismos para vigilar el gasto de las campañas.

Pero todas esas condiciones son vistas como una desventaja, porque el PRI necesita de ellas, propias de un sistema autoritario, para asegurar su victoria.

La prueba de que el PRI sigue siendo una vieja maquinaria anclada en la pobreza y en los bajos niveles educativos fue la reciente elección del estado de México, en la cual los aparatos estatal y federal se lanzaron a la conservación de un territorio que era vital para el priísmo.

El triunfo del PRI se consiguió con un gasto que rebasó los topes establecidos, una propaganda apabullante, compra y coerción del voto a cambio de favores y con un candidato que no pudo sostener ni un debate con sus contrincantes.

Esa protección es una estrategia central del PRI y del gobierno. Seguirá en operación en las próximas semanas y meses, y será su principal defensa frente a los riesgos que tendrá la sucesión presidencial.

Con esa estrategia, el clima político se inclinará hacia la ruta de una polarización creciente, con un ambiente poblado de desconfianza, un cierre de espacios para el debate de ideas y proyectos, una guerra sucia permanente y, quizá, un desencanto ciudadano en aumento frente a los candidatos, los partidos políticos y las elecciones.

Pero en la lógica oficial, cualquier cosa es justificable antes que perder el poder.