Cuando encontramos un poeta en estado crudo, subyugado por una pureza insoportable, no podemos sino aceptarlo como un don, página a la que siempre podremos regresar, con él o sin él. Uno y ninguno como Ulises, uno y muchos como Homero.
Estar es complicado. De pies a cabeza, quiero decir, en la entereza de uno, y cavilando. Pero ni modo de no estar en vida propia, y en la vida en general, haciendo acto de presencia (que dicho así pareciera prestidigitación y no un acto elemental). Además de ser el único acto al que nunca nos cobrarán la entrada conocemos la trama e identificamos a la totalidad de los personajes. No siempre conocemos sus motivaciones, ni nuestros sentimientos, en caso de existir, hacia ellos, pero aún así sabemos el resto.
Así pasaba con Jaime Reyes. Por él sabíamos. Era como un profeta con alguna buena nueva, que hubiera caído en el lugar o el tiempo equivocados. Eso lo contrariaba, lo sublevaba, y al no encontrar espacio para las buenas noticias que traía, imprecaba al mundo, le recordaba su fealdad, pero con tal arte que lo salvaba de lo horrible, le daba la coherencia de un nudo de ternura en la garganta.
El mundo al que lo habían mandado, según el código genético inscrito en las tablillas de su agenda planetaria, era lúcido, claro, lleno de amor y comprensión. Pero en vez de llegar allí, vino a caer en este lugar cabrón, esta fábrica de ruinas.
Hay quien nace con nervios de acero. El no. Tenerlos así, fríos, no podía. En su fingido silencio, en su aparentemente díscolo distanciamiento, sentía un dolor vasto que a costa de desollarlo lo autorizaba para sacar de este mundo equivocado las iluminaciones correctas.
Si la vida no le resultaba fácil, no podían serlos sus mensajes, que nos parecen en clave todavía. Pero sabíamos que había que escucharlo, y seguirlo escuchando así pasaran los años. En poesía, leer es escuchar.
Las suyas eran como hubiera dicho José Angel Valente, las palabras de la tribu. Nunca necesitó de mucho para viajar. Estuvo en las calles golpeadas, en los enardecidos que se ciegan, en los caídos, en los rebeldes, en los perseguidos, en los de alma errante a deshoras buscando algo líquido, un cigarro, un poco de conversación.
Venía destinado a otra tribu, más alta seguramente. Pero su frecuentación de ésta lo arraigó, insomne y amargo, príncipe y mendigo, soltando mendrugos de tierra como mata arrancada que acaban por llevarse las aguas de un río que no va sino al mar (del que nunca hablaba).
Primero veía el jaleo, las antorchas, las apretadas nubes, y la alegría de los otros le parecía, algunas noches en especial, incomprensible. Pero la agradecía con imperceptibles lágrimas de gusto, y a pesar de los fantasmas y los ogros, lograba ser feliz cuando los demás se volvían hacia otro lado.
Se mantuvo atento a cosas que los demás no. La sintaxis de los hombres le venía estrecha, siempre buscó por dónde liberarse. Y liberarnos. En eso también se le notaba lo poeta. En saber que no es posible, que está prohibido, que no tiene caso y aún así, perseverar en hacerlo.
Adoptó del murciélago el finísimo sentido de la vibración, y del venado el veloz olfato. Sus ojos, destinados a otras latitudes, eran ávidos de luz más luz, pero se acostumbraron pronto a la penumbra, el claroscuro y las gradaciones de la negrura.
Fue uno de esos nictálopes del horror, que ven lo que no quisiéramos sentir, y nos lo muestran indeleblemente. No para echarnos a perder la merienda, sino para que sepamos.
Por ahí va el efecto duradero de sus palabras: desapendejan. Era falible, incierto, perecedero. Pero el mensaje que le encargaron llevar a quién sabe qué galaxia a la que nunca llegó, resultó duro diamante o si no qué otro símil usar para decirlo.
Con esa excitada e inevitable manera de ver, vivir e interpretar los pequeños y grandes acontecimientos del mosaico social donde se inscribe la presencia física y ocasional de un poeta, Jaime Reyes anduvo como un Lázaro. Consumió medio siglo en despertarse la paz interior. ¿Pudo ser menos tiempo? Dedicaría el medio siglo restante a curar de sí mismo a quien se le acercara.
Ahora, lo que no hizo él lo harán sus libros.
Aunque escritas para Robert Walser, un poeta mucho más impersonal que Jaime Reyes, las líneas que siguen de Claudio Magris (de quien las cursivas de arriba también son), sacan un cierto brillo en una parte de la sombra:
``Las palabras y los restos del poeta no se pueden heredar ni poseer; son como la luz y el color de las estaciones, de las que ninguno se puede adueñar, prohibéndoles a otros su acceso. Ellas no se dejan atrapar ni inmovilizar, están siempre en otra parte, como el viento que no se puede retener. Su esencia escapa a la posesión, porque se transforma y se convierte en el mutable fluir de la vida, se borra entrando a formar parte del aliento del mundo, al igual que los árboles abatidos que lentamente se pudren y se transforman en tierra''. Palabras de nadie, sin dueño, palabras de todos. (La próxima semana: Un día un río).