La Jornada Semanal, 11 de julio de 1999



Naief Yehya

utopías posmodernas

Nuestra mitología apocalíptica

Junto con el Muro de Berlín parecieron caer muchas de las verdades hasta hace poco irrefutables: que la Tierra era redonda, por ejemplo, o que el mar contenía agua. Pero la ola de creencias milenaristas que difunden la radio, la tv y publicaciones como la revista Duda, han venido a sumarse al revisionismo apocalíptico que nos caracteriza. Yehya, autor de Obras sanitarias, Camino a casa y La verdad de la vida en Marte, rescata aquí algunos de esos mitos.

Hace varias décadas descubrí la revista Duda. Lo increíble es verdad. De viñeta en viñeta conocí las increíbles verdades de algunos de los misterios más inquietantes y profundos de la historia; aprendí que la tierra era hueca y en el interior vivía una civilización de hombres rubios y mujeres suculentas; que las pirámides de Egipto habían sido construidas por extraterrestres que probablemente tenían barbas rubias y que Quetzalcóatl había sido un viajero intergaláctico pacifista definitivamente rubio y barbado. En aquel entonces las teorías conspiratorias (definidas como el género político de la cultura del chisme), las invasiones extraterrestres y las ideas apocalípticas eran asociadas con la cultura de la revista Duda. Hoy en día parece que todo el mundo está sintonizado con la cultura de Duda.

En la era de la posguerra fría, las más disparatadas teorías conspiratorias han dejado de ser patrimonio de tabloides amarillistas y publicaciones paranoides para volverse parte del quehacer político cotidiano y materia de primera plana. Las historias de extraterrestres, cultivadas durante años por la ciencia ficción en la literatura, el cine y la televisión, se han incorporado a la cultura dominante infectando los noticieros, la moda y la publicidad. Este es un fenómeno planetario nutrido por Hollywood pero sustentado en la creciente desconfianza de la gente en sus gobiernos, instituciones religiosas y la ciencia. Asimismo, es una manifestación de la euforia milenarista, la cual por motivos prácticos definiré como la herencia grabada en nuestra cultura planetaria popular de la profecía descrita en el Libro de las Revelaciones, la cual anuncia que después de un receso de mil años en la batalla entre Cristo y Satanás, las fuerzas del mal resurgirán con sed de venganza para librar la batalla definitiva.

En estos tiempos extraños de fin de siglo, México está cumpliendo puntual con el programa del apocalipsis: diariamenteÊsurgen nuevas teorías conspiratorias, aparecen por todas partes profetas desechables, tienen lugar prodigios sobrenaturales y abundan los avistamientos de ovnis. Para entender mejor el estado de ánimo nacional podemos remontarnos a los instantes en que el cuerpo de Luis Donaldo Colosio aún no terminaba de enfriarse. Desde esos momentos de confusión ya se hablaba de que una conspiración criminal estaba detrás de la mano asesina. A diferencia de otros casos controvertidos, aquí la premisa oficial estuvo a tono con la opinión popular, debido a que desde el principio de la investigación se aceptó la idea de que muchas personas habían participado coordinadamente en el crimen. No obstante, una y otra vez diferentes investigadores concluyeron que la evidencia tan sólo era favorable a la teoría del asesino solitario. En cualquier caso, Aburto, la escolta que lo dejó acercarse al candidato, el segundo tirador, el ``clavadista'' y, por supuesto, el ``Otro Aburto'' ya son figuras protagónicas de nuestra mitología apocalíptica. El caso Colosio vino a poner en primer plano la ya tradicional desconfianza popular en un gobierno acostumbrado al silencio, la desinformación y la propagación de rumores.

Los paralelos entre el caso Colosio y el asesinato de Kennedy parecían asombrosos, tanto que este crimen semejaba una versión adaptada al formato de miniserie para la televisión del magnicidio de Dallas, debido a los previsibles giros narrativos, la velocidad con que se sucedían los episodios y los ganchos con que se reanimaba el suspenso cada vez que disminuía el interés del público. La misma noche del asesinato pudimos ver el video en que una pistola era apuntada contra la sien de Colosio. Igual que en el asesinato de Kennedy, lo que inicialmente aparentaba ser un caso relativamente simple, gracias a la captura casi inmediata del supuesto tirador, se convirtió en un acertijo intrincado e irresoluble. Pero lo más importante es que la información noticiosa estableció desde el inicio del drama un diálogo y un contrapunto con la imaginación conspiratoria del público y la fiebre desatada, entre otras cosas, por la película JFK, de Oliver Stone. En ese momento fue más obvio que nunca que la realidad doméstica estaba disolviéndose en los mensajes híbridos y canales cruzados de la mediósfera. Fue evidente que el realismo del video y la ilusión televisual de poderlo ver todo nos estaban llevando a la era de la evaporación de las certezas, al colapso de la edad de la razón y, por lo tanto, al fin del orden conocido.

Décadas de vivir bajo una red opresiva de mentiras nos ha vuelto desconfiados pero también apáticos y fatalistas. El caso Colosio y algunos movimientos populares como la reacción ciudadana al terremoto del 85, el CEU y las elecciones del 88, lograron romper la inmovilidad cívica y pudieron despertar a buena parte de la población. Lamentablemente el entusiasmo y la rebeldía también se han manifestado en una búsqueda desesperada de respuestas fáciles y extraordinarias, en una tendencia a creer en cualquier verdad alternativa que se nos ofrezca, con tal de que parezca suficientemente transgresora y contradictoria de la realidad oficial. Esto se aplica a la política, al futbol y a la aparición de cualquier luz inexplicable en el cielo. Por supuesto que al reaccionar de esta manera nos volvemos más crédulos y, por lo tanto, somos presa fácil de las teorías estridentes e inverosímiles que nos ofrecen respuestas complacientes y paranoicas para la desesperanza de que somos objeto.

La turbulencia económica, el aumento desaforado en los niveles de criminalidad y otras epidemias urbanas han coincidido, por lo menos dentro de la lógica de la revista Duda, con el hecho de que en México ha habido más avistamientos de ovnis en los últimos años que en cualquier otra parte del mundo (afirmación que tomo prestada de la revista UFO). Desde el último eclipse de sol, durante el cual miles de capitalinos reportaron haber visto ovnis (muchos de los cuales resultaron ser reflejos en el cielo causados por la inversión térmica o bien simplemente Venus, Marte y la estrella Regulus, inusualmente visibles debido a la oscuridad), se ha desatado una verdadera fiebre de avistamientos, conocida por ovniólogos y fanáticos como la ``oleada mexicana''. No es mi intención discutir si estas apariciones son reales o imaginarias; en cambio, quiero anotar que la mayoría de los fenómenos observados, independientemente de su origen, pueden ser considerados como proyecciones de ansiedades colectivas, que nos hablan mucho más de nosotros mismos que de la vida en otros mundos. ¿Qué pensar del ejército de camarógrafos amateurs o vigilantes que diariamente apuntan sus cámaras al cielo en espera de una epifanía? Nunca antes en la historia tantos ojos escudriñaron pacientemente los cielos en busca del fuego celestial del final de los tiempos. ¿Y qué decir de las montañas de evidencia, testimonios y pruebas con que se justifica el ánimo apocalíptico? Los videos de ovnis son el equivalente moderno de reliquias santas como las supuestas astillas de la cruz de Cristo.

A la luz del estado de ánimo exaltado de los creyentes, las constantes visitas de extraterrestres pueden interpretarse no sólo como un atisbo de la existencia de algo superior (por lo menos en el sentido vertical) sino que también son una compensación para nuestros sueños rotos. Es cierto que no se cumplió la promesa salinista de que accederíamos al primer mundo, pero nos queda como consolación que somos el país elegido por seres inteligentes de otros mundos, y eso debe tener un significado importante, aunque sea dentro de la lógica de la revista Duda. Ante los ojos interplanetarios no somos un pueblo devaluado y dividido ni vivimos en un país de inversiones chatarra y capitales golondrinos, sino que somos la raza cósmica que habita la tierra de las pirámides. Al visitarnos, los extraterrestres -de manera similar a la de Clinton aunque quizás por razones diferentes- están confirmándonos su Certificación.

Las luces en el cielo, las cabras chupadas, los secuestros extraterrestres y las decenas de apariciones de la virgen (en troncos de árboles, ladrillos, nubes, macetas o tumores cancerosos) son señales de que alguien vigila nuestros pasos y trata de llamarnos la atención para ofrecernos un mensaje a la vez apocalíptico y utópico. Sean los ovnis ``mensajeros del destino'' (Maussán dixit) o ``fluctuaciones en la maquinaria sintáctica de la realidad'', como afirma el gurú psicodélico y etnobotanista Terence McKenna, estos objetos voladores pueden ser mensajes de esperanza o anuncios aterradores de la inevitable caída de nuestra civilización. En ambos casos, la naturaleza celestial y ambigua del mensaje nos invita a la pasividad, a esperar sentados a los cuatro jinetes. Por paradójico que parezca, la utopía y el apocalipsis se han entrelazado en la imaginación milenarista popular, simplemente porque ambas implican una ruptura con un futuro neoliberal que imaginamos inevitablemente tortuoso y agónico. Los mitos apocalípticos describen el deterioro moral y la posterior eliminación por el fuego purificador de diversas civilizaciones. Pero desde los orígenes de la civilización, más que reformar a los pecadores, la idea del final de los tiempos ha atraído a quienes se encuentran desorientados, a quienes se sienten en peligro de perder su identidad o se creen amenazados por males aparentemente irremediables como la contaminación, la corrupción, el crimen, la sobrepoblación, un par de volcanes a punto de hacer erupción o una racha de terremotos asesinos. Sin la ayuda celestial, a la Ciudad de México tan sólo le quedan soluciones poco populares, faraónicas y poco convincentes, como los ventiladores gigantescos que imaginó un notable ingeniero mexicano para ser instalados en descomunales perforaciones en los cerros que rodean a la urbe y que, al ser encendidos, nos liberarían del smog. Lamentablemente, para echar a andar semejantes aspas necesitaríamos motores descomunales que muy posiblemente producirían inmensas nubes de humo.

O bien podríamos esperar que sea cierta la teoría conspiratoria que asegura que científicos de la CIA y de la UNAM, en colaboración con ciertos ejecutivos de Televisa, están trabajando en el proyecto DFbonsai, el cual consiste en crear, mediante manipulaciones genéticas, capitalinos de treinta centímetros de estatura que quepan cómodamente en los peseros, coman poco y contaminen menos. Por supuesto que esto nos pondría en cierta desventaja con el resto de los mexicanos, pero uno de los beneficios secundarios será que tal vez con esas dimensiones, los chilangos seríamos vistos con ternura y dejaríamos de ser detestados por el resto de nuestros compatriotas, por lo menos dentro de la lógica de la revista Duda.