No nos espantemos, los diálogos comienzan con posiciones maximalistas y blandiendo la fuerza de los seguidores: ``No nos pidan --abrió fuego Pérez Pascual-- un congreso democrático y resolutivo ignorando al resto de la comunidad''. Los estudiantes, a su vez, en los discursos inaugurales dijeron: ``no nos pidan que accedamos a una universidad de excelencia y elitista e ignoremos al resto de los mexicanos''.
Las cosas sin duda mejorarán, pero deberán salvarse algunos escollos y, como en toda negociación, intercambiar unas cosas por otras: no habrá sanciones para estudiantes, académicos y trabajadores; habrá que apechugar con las clases extramuros, pero se alargará el semestre para la inmensa mayoría que no tuvo actividades académicas durante la huelga; y lo más delicado: deberán desaparecer todas las cuotas por servicios (exámenes, laboratorios, material didáctico...), que vinieron a empañar el acuerdo aparentemente generoso del Consejo Universitario en torno a las aportaciones (colegiaturas) voluntarias; a cambio de esto quizás haya que renunciar al punto que pretende hacer regresar el pase reglamentado al pase automático (la reforma de 1997, que francamente no es para nada negativa).
Hasta ahí, los temas antes del levantamiento de la huelga. Lo que sigue, le llamemos foros, congreso resolutivo, reforma de la universidad o como quiera, dependerá de una cosa muy sencilla en política: la correlación de fuerzas, en este caso, de los actores universitarios, y ésa es una batalla que ya se comenzó a librar. En efecto, para una verdadera reforma universitaria lo central será el sector académico y éste ha sido, primero, el actor más ignorado y, luego, el más atacado, ignorado y vituperado por las autoridades de la UNAM. Hoy todos entendemos por qué esto es así (algo ganamos con la huelga): la reforma o reestructuración de la universidad requerirá, según un anteproyecto que ya circula, de una modificación sustancial en la relación docencia-investigación y de cambios importantes en el cuerpo del bachillerato, las licenciaturas y el posgrado: ¿para qué mantener un cuerpo de investigación tan costoso y poco conectado con la producción (sobre todo en las ciencias sociales y las humanidades)?, según dicha concepción será mejor que ese personal sustituya a los profesores de asignatura, en prepas y licenciaturas, en particular ahora que la universidad se reduce (``ya es más chica la Facultad de Derecho'', le dijo orgulloso Carbajal a Barnés el día de su informe). La idea es tender a crear un sistema de tres ciclos en donde el primero sería el bachillerato, que tendería a achicarse y a elevar su nivel gracias a la conversión de todo el personal de carrera hacia la docencia, y gracias a un sistema de selección de alumnos de secundaria que, como lo demuestra Hugo Aboites, tenderá a reclutar a los alumnos que se alimentan más de cuatro veces a la semana con carne y pescado. El segundo ciclo será una licenciatura muy corta y de contenidos muy generales, como en el sistema anglosajón (el número de licenciaturas tenderá a reducirse, en consecuencia). Entonces vendrá un tercer ciclo, los posgrados, de alta selección y por tanto muy elitista, una verdadera excelencia para la que los reglamentos de exención o moderación de pagos ya no contarán, por supuesto.
¿Quién va a hacerle frente a esta embestida si no el sector académico? Es por ello que el Banco Mundial en un reciente coloquio de la Unesco ha declarado a los profesores como el actor incómodo de la educación superior y lo ha catalogado como el enemigo a vencer; el poder de la academia debe ser desmantelado y sus cuerpos pulverizados: los ``usuarios'' (estudiantes) contratarán servicios educativos ante empresas que prestan ese servicio, que contratarán y despedirán mano de obra docente según la oferta y la demanda. La figura de la academia en el centro de la universidad dejará de existir según esta utopía mercantilista.
De aquí que haya sido tan importante que el pasado martes, doce colegios del personal académico hayan fundado la Federación de Colegios del Personal Académico de la UNAM, y otros diez colegios hayan asistido en calidad de observadores. En el nuevo ciclo que así se abre corroboramos una responsabilidad esperanzadora de los intelectuales. Es cierto que algunas dependencias de la UNAM y sus directores, sobre todo del área de la investigación, han rechazado colegiarse, lo han considerado un neocorporativismo inaceptable en la era cibernética, y sus académicos se han autoexiliado de la barbarie huelguística en sus casonas de Morelos. Pero muchas dependencias han tomado la firme decisión de organizar la defensa del personal académico y han destacado en esa función a su más prestigiados maestros. Para muestra basta un botón: el Colegio de Filosofía y Letras quedó integrado, hace seis semanas, por Federico Alvarez, Luis Villoro, Elena Beristáin, Adolfo Sánchez Vázquez, Alfredo López Austin, respaldados por un grupo de profesores de alto nivel. Naturalmente que, cuando al lado de su director, Gonzalo Celorio, pidieron entrevistarse con el rector, la cita fue concedida: donde mandan capitanes...