Dicen algunos expertos en temas electorales que los comicios del estado de México son un ``laboratorio'' del 2000. No sé qué tan exacta sea esa afirmación, pero si tiene algo de verdad, es mejor que nos abrochemos los cinturones de seguridad para un aterrizaje forzoso en la gran elección.
Los comicios mexiquenses dejan ver la increíble resistencia del PRI para abandonar los viejos métodos de inducción del voto que tanto irritan a las oposiciones. Una vez más, las denuncias de irregularidades menudean creando una atmósfera de confrontación que ya parecía superada. Sin embargo, contra lo que ahora se dice, este era un resultado anunciado por las encuestas que ya habían previsto con gran exactitud cuál sería el comportamiento de los electores en las urnas. ¿Qué pasa?
Los candidatos perdedores han dicho que la victoria de Montiel es ``ilegítima'', tratando de señalar con ello que la mancha no está principalmente en la jornada electoral (aunque son numerosas las quejas), sino en el cúmulo de prácticas perversas que aún definen el comportamiento político consuetudinario del oficialismo dominante a lo largo de todo el proceso, como expresión de la simbiosis permanente entre gobierno y partido. Abusos de poder, manipulaciones, compra de votos, apenas son ejemplos que no agotan la interminable y reiterada lista de agravios.
Pero un poco más allá de estos problemas, las elecciones en el estado de México tienen particular interés porque hicieron visibles tres grandes asuntos que gravitarán en la conducta partidista durante los procesos electorales de este fin de siglo. En primer lugar, el creciente peso específico de las campañas publicitarias en la promoción de los candidatos. Ese es un punto medular en la conformación de una cultura política moderna y democrática que apenas se toma en cuenta, por no mencionar la preocupación, más general, sobre el papel y el poder de los medios en la construcción de una sociedad democrática.
En otro nivel de preocupaciones, los comicios mexiquenses (vis a vis Nayarit) volvieron a plantear con nuevo vigor el tema de las alianzas entre los distintos partidos opositores, así como la discusión sobre el alcance de la transición y la consolidación de un orden de normalidad democrática.
Y, finalmente, las elecciones nos revelan la fragilidad del sistema tripartidista para crear mayorías no cuestionadas sin la reiteración de riesgosos conflictos poselectorales. Esas tres cuestiones, junto con otras que siguen pendientes en la agenda de la reforma política siempre pospuesta, tendrían que ser abordadas y debatidas por los partidos durante la campaña presidencial -sobre todo por los de oposición-, con realismo y responsabilidad.
El candidato priísta al gobierno del estado de México subordinó todos los fines de su campaña al objetivo de ganar a cualquier precio, sin consideración alguna por los objetivos racionales que su partido dice sostener en el ámbito nacional. Allí no hubo programa, ni ideas ni acción dirigidos a convencer, sino a vender un ``producto'': el candidato.
El tema recurrente de las ``ratas'' y los derechos humanos es el símbolo emblemático de la sumisión de la política a los criterios de la mercadotecnia, pero es también la consagración hasta cierto punto exitosa de una visión autoritaria que reproduce y recrea los peores momentos de la antidemocracia mexicana. Y ese peligro repetible debe denunciarse.
Puede ser que la transición no sea solamente la derrota obligatoria del PRI, pero la oposición debería pensar mejor su responsabilidad y sus opciones ante la supervivencia de una cultura política que se apoya en el pasado para vencer al futuro democrático. La alternancia es una adquisición democrática cuando se sostiene en un cambio de régimen capaz de garantizar la expresión de la famosa voluntad popular para asegurar los consensos básicos, cosa que no ocurre quí y ahora.
La aplicación del principio de mayoría es imprescindible, pero no suficiente, para la normalidad democrática. Hacen falta para ello instituciones, normas y actitudes capaces de asegurar la legitimidad, la confianza en la ley y, en definitiva, la gobernabilidad bajo el predominio de cualquier fórmula política o partidista. Y eso está por verse.