Es ya un lugar común afirmar que el teatro es un arte efímero, tan efímero que muchas veces los nuevos teatristas olvidan lo que hicieran sus antecesores; tal sería el caso de La isla, el drama del sudafricano Athol Fugard en colaboración con otros, que el grupo que la representa afirma que es la primera vez en México: hace muchos años -la fecha exacta no la tengo en la memoria- Nancy Cárdenas la montó, me parece que en El Granero, con las actuaciones de Sergio Jiménez y César Bono. Es tan efímero, que los coletazos de las viejas vanguardias europeas se presentan como algo novedoso.
El grupo Theater Tanto de Austria presenta El presidente y yo, una adaptación de un cuento de Mrozek, en un espectáculo que aparece como un compendio de todos los ``tics'' y amaneramientos de lo que los vanguardistas a ultranza hicieron hace tanto tiempo que sólo los mayores lo recordamos. Estos eternos retornos teatrales crean un problema para ser analizados de modo más o menos imparcial. Si bien a muchos ya nos impacientan, los muy jóvenes tienen todo el derecho del mundo de apreciar lo que para ellos es nuevo, diferente, audaz. No puedo añadir mucho. Observé a los espectadores jóvenes y pregunté a alguno, a quien el montaje sí gustó; otros muchachos y muchachas, que parecían en el extremo de la aburrición, aplaudieron a rabiar. Y yo me quedo con la duda.
Todo lo anterior es un preámbulo a mi artículo. Lo referente a Fugard, porque me importa que permanezca el recuerdo de la entrañable Nancy. Lo referente al grupo austriaco, porque en nuestros escenarios se siguen explorando nuevos caminos, sin la estridencia efectista de las vanguardias pasadas, pero que a mi modo de ver resultan más eficaces por sutiles. Y si bien muchos de los elementos psicologistas de Escenas de un matrimonio, de Ingmar Bergman -aunque no el tema- poco se condicen con el teatro más actual, la manera en que José Caballero la escenifica resulta una difícil forma de encarar el realismo teatral, asunto que preocupa de siempre a Caballero. Por un lado, está el drama bergmaniano cuyo eje temático -``Qué es el amor''- se da desde el inicial diálogo grabado entre la entrevistadora y la señora Nájera (en voz de Marta Verduzco) y que escuchamos a oscuras como prólogo de la obra. Están los amores y desamores de esa pareja formada por Mariana y Juan, el drama existencial de este último, la aceptación de las dificultades sexuales por parte de la esposa, su historia conyugal, en pequeñas escenas que los dos espléndidos actores, Lisa Owen y Enrique Singer nos ofrecen de manera absolutamente realista y vivencial. La aparición de los otros personajes incidentales, cuya actuación no está a la altura de los otros dos, que sostienen todo el peso de la obra, no interesa. Owen y Singer dan trabajos de primera y llegan a conmovernos hondamente.
O lo harían si no fuera por los contrastes, casi rupturas, que Caballero introduce en su escenificación. Los cambios de lugar de los muebles -en la sencilla y eficaz escenografía de Edyta Rzewuska, también responsable del vestuario- son dados por utileros que no disfrazan su cometido, antes bien exigen a un -en ese momento- sonriente Singer que se levante de donde está y les abra paso, o que haciendo las veces de ``hombres negros'' entregan una prenda de ropa o algún otro adminículo a los actores, sobre todo a Enrique Singer que incluso ayuda en la tramoya. No importa que se finja beber cognac o whisky, lo que se sirve es agua. Juan le dice a Mariana que es bello su vestido rojo cuando ella usa unos cómodos pantalones grises. Y así por el estilo. La clave para estas originales rupturas quizá esté en el diálogo del principio, en que se pide ``pensar en qué es el amor''. Y entonces tenemos una actualización del distanciamiento brechtiano junto a actuaciones plenamente vivenciales, cuyo contraste es un experimento arriesgado del que salen magníficamente librados el director y sus actores.
Es excelente que el pequeño espacio teatral de Casa de Teatro se ofrezca para un teatro profesional de tan buen nivel. Y hablando de espacios, querría yo que no pasara más tiempo sin comentar la buena nueva de que el Centro Cultural Helénico cuenta con una nueva sala de ensayo que fuera inaugurada por Rafael Tovar y de Teresa, y en la que se rindió un merecidísimo y cálido aplauso a Otto Minera, el teatrista generoso que dedica tanto tiempo y tanto esfuerzo para proporcionar escenarios a grupos disímbolos pero todos con calidad, y que ha servido de aliento a muchos talentos jóvenes.