A comienzos de julio de 1997 se interrumpió el largo ciclo de crecimiento acelerado que hasta entonces había caracterizado gran parte de la economía de Asia oriental. Partiendo de Tailandia, el contagio se extendió rápidamente a Malasia, a Corea del Sur y a otros países, llevando en el camino devaluaciones cambiarias, caída de los mercados de capitales, crisis bancarias, retracción de las inversiones y, naturalmente, despidos y desempleo. La crisis venía a complicar una situación complicada. En efecto, Japón había entrado desde 1992 en su peor recesión desde la postguerra. Así que los problemas de sus vecinos reforzaban un círculo vicioso regional cargado de riesgos.
Ahora, al cumplirse dos años, las cosas perecerían dar señas de una ligera, si bien desigual, mejora. Con las excepciones de Tailandia e Indonesia, en el resto de los países de la región hay signos de recuperación. Pero gran parte de las perspectivas regionales siguen estando vinculadas a lo que ocurrirá, o deje de ocurrir, en Japón.
En el primer semestre de este año el crecimiento japonés fue de 1.9 por ciento: un signo positivo, pero insuficiente a pronosticar una salida definitiva del crecimiento bloqueado que caracteriza a esa economía desde hace casi ocho años. No obstante las bajísimas tasas de interés, el estancamiento de los salarios reales y las desgravaciones fiscales, las inversiones privadas siguen sin dar muestras de una recuperación de la confianza empresarial sobre el futuro de la economía. Lo que ha evitado en los últimos años el hundimiento de la economía japonesa en una depresión de graves consecuencias mundiales, ha sido el incremento del gasto público que hoy gira alrededor de 36 por ciento del PIB (contra el 31-32 por ciento a comienzo de la década). Y así, con conciencia o sin ella de parte de las autoridades japonesas, Keynes ha salvado hasta ahora el país de la depresión. Las consecuencias eran inevitables: el dispararse del déficit presupuestal, que llegó a 6 por ciento del PIB en 1998 y podría alcanzar 8 por ciento este año.
Una especie de New Deal keynesiano: lo que constituye una contradicción en los términos, considerando las razones, bastante fundadas, por cierto, de la recíproca antipatía entre Roosevelt y Keynes. Y sin embargo un New Deal basado en gasto público para sostener el empleo y evitar el desplome del nivel de la actividad económica. La paradoja es obvia: aquellas políticas de gasto público que en gran parte de Occidente se han convertido hace tiempo en anatema, renacen en Oriente como instrumentos para evitar que una crisis del desarrollo económico se transforme en un desastre social y político. Recordemos que el año pasado las dificultades de las pequeñas economías asiáticas restaron probablemente más de un 1 por ciento al crecimiento económico mundial. ƑQué hubiera ocurrido si Japón, que representa dos terceras partes del PIB de Asia Oriental, hubiera experimentado un retroceso descontrolado?
Durante la depresión de los años treinta en Estados Unidos, las inversiones privadas, no obstante todos los esfuerzos para estimularlas, quedaron prácticamente estancadas a lo largo de toda la década. Sólo se recuperaron con la entrada en guerra, cuando el gasto público se multiplicó por once veces en seis años. Lo que produce una paradoja difícil de desentrañar. Parecería, por lo menos así fue en Estados Unidos en los 30 y algo similar ocurre en los 90 en Japón, que cuando los gobiernos asumen sus responsabilidades para evitar que una crisis económica se convierta en depresión, esto no permite superar la desconfianza que impide a los inversionistas volver a arriesgar sus capitales. En cambio, las guerras, con todo su legado de muerte y devastación, producen un efecto de confianza y de retorno de los capitales al mercado. Misterios del capitalismo.
Pero, haciendo a un lado los arcanos, es inevitable señalar la obligación de los gobiernos a experimentar nuevos caminos cuando los tradicionales llevan a crisis económicas sin salidas espontáneas. Esto valió en los años 30 para Roosevelt y, en una medida menor, vale para los gobiernos japoneses de la actualidad. Lo cual conduce derechito a una moraleja: globalización no es sinónimo de ausencia de iniciativa nacional. Ni, mucho menos, de ausencia de ideas.