Hay datos previsibles en la cultura mexicana. Uno es que la memoria de Paz se cubra con homenajes pedagógicos (que nunca están de más); otro, que su obra no se resigne a ello. El destino de un autor se decide acaso en un sitio más incierto aunque también más generoso: la democrática soledad de un lector. Las formas de corroborar este hecho son varias. En una carta a M. Buvez, Proust escribió que Byron sólo tuvo un lector en el siglo XIX: Rimbaud. De algún modo tenía razón. En rigor, basta un lector para justificar un siglo entero. Baudelaire leyó en Edgar Allan Poe una esperanza que todavía nos aguarda: la refutación del infierno. La lectura que prospera y se disemina propone el tema de una historia fuera de la historia o el de un espejo que interrumpe el tiempo.
Los límites de la lógica sugieren que un escritor sólo tiene una traza: la escritura. Lo demás es un espejismo. Por esto la diferencia entre la exaltación y la apropiación de una literatura responde, en última instancia a una labor más entrañable: la interpretación. Piénsese tan sólo en las relaciones de Valéry con Verlaine, de Borges con Sarmiento o de Paz con López Velarde. Valéry descubre en Verlaine el trazo de una memoria arcaica; su propia memoria. Por Borges sabemos que Sarmiento merecía una lectura menos inocente. Paz no sólo habla de López Velarde, sino a través de él. ¡Qué significa interpretar si no pensar a partir de otro, con (y frente a) ese otro? Blanchot escribe: ``urdir la huella de un encuentro''. El misterio de esta frase es la tradición.
No sobra reiterar que aproximarse a la escritura de Paz como la de un poeta es un referencia indispensable. La poesía representaba para él no sólo un género, sino una filosofía o, mejor dicho, una visión del mundo, es decir, no sólo un hecho literario sino una manera de postular la realidad. Sin embargo, su obra es algo más que la de un poeta; es una literatura. Paz escribió poemas con la simetría de la aritmética, supo -como López Velarde-, que hay una tristeza que escapa a la gramática, propuso metáforas sociales, vindicó a Lvi-Strauss y a la filosofía oriental, mostró que la palabra ``mexicano'' es una máscara vulnerable, redactó una biografía conmovedora de Sor Juana, probó que Lafaye estaba equivocado, prodigó las posibilidades del ensayo, explicó o intentó explicar el Estado, condenó el estalinismo y el fascismo, justificó la Revolución Mexicana, ejerció (¿y abusó de?) los poderes de las industrias de la conciencia. Las investigaciones que aguardan a este diverso universo deberán preguntarse por los polos opuestos que lo definen: la variedad de sus afinidades electivas y la reiteración de ciertas interrogantes. No son demasiadas y son decisivas. Las obras mayores se distinguen precisamente por la economía de sus interrogantes.
Desde los sesenta, o tal vez antes, Paz se pregunta la pregunta más antigua de la tradición moderna y, acaso, una de sus más angustiosas: ¿qué es la modernidad? Es un tema que lo acompañó hasta sus últimos textos. Imposible recoger aquí sus disímbolas respuestas. Me limito a recuperar una de ellas, acaso la más perdurable.
Como Elliot, como Blanchot, Paz procede en su prosa bajo la forma de una o varias alegorías. A diferencia de ellos, él las transforma en una gramática de la ausencia: ``Estamos solos''. La alegoría de la modernidad pertenece a esta gramática y, en cierta manera, la funda. No es casual que recurra a la poesía de Darío (El caracol y la sirena, 1964), y no a un texto de sociología o de historia para explicar esta condición. En realidad, ya desde la reflexión sobre Pessoa en 1961 (El desconocido de sí mismo) su noción de modernidad se vuelve menos una idea social o política que un intento por descifrar una experiencia del sentido y el significado: ``una manera de estar en el mundo y de preguntarse por él''. Así, desplaza la mirada hacia un territorio que es impensable en la tradición sociológica: la mirada de la experiencia interior.
¿Cuál es esta experiencia que más tarde definiría como ``traumática''? La modernidad se revela como un movimiento doble: la obsesión por el cambio y, su inevitable secuencia, la sombra de la obsolescencia. De un lado, la producción de sentido; del otro, la permanente pérdida de sentido. Una quimera y una realidad a la vez: la quimera que impone el principio de realidad, la realidad que demanda a la quimera. Por ello Paz vuelve siempre a la misma conclusión: la modernidad no es una opción sino una condena. Paradójicamente, una condena que se decide en los tumultos de la historia y la política.
Hay una manera de cifrar el siglo XX como un cúmulo de grandes relatos que se propusieron conciliar a la historia con el individuo y a la política con el mundo del significado. La modernidad fue uno de estos grandes relatos: también uno de sus mayores espejismos. Finalmente acabó produciendo un mundo tan desolado como el que pretendía superar. No es una ironía que su crítica se haya iniciado, hace ya una década y media, no como una refutación sino como un intento, ciertamente disperso, de pensar más allá de sus paradigmas. La pregunta central de esta crítica ha sido la demarcación de los límites de la modernidad: ¿hay una manera de pensar haciendo a un lado el horizonte que propone? Paz se detuvo ante estos límites. Su pensamiento dio la espalda a tiempo a enormes espejismos ideológicos del siglo XX, con excepción de uno: la modernidad. ¿Por qué? Tal vez creyó, como algunos de sus contemporáneos, que la única manera de transgredir (o transigir con) la condena que él supo reconocer mejor que nadie, era admitirla. Nada de ello suprime, sin embargo, la vigencia de la pregunta original que alguna vez se formuló: la pregunta por el sentido.