LA MIGRACION COMO TRAGEDIA
El naufragio frente a las costas de Chiapas de dos embarcaciones que transportaban indocumentados centroamericanos, tragedia ocurrida el pasado fin de semana y en la que habrían perecido unas 40 personas, hace necesaria la reflexión sobre las complejas circunstancias de nuestro país en el escenario de los flujos migratorios regionales y las políticas de Estado requeridas para enfrentar, o paliar al menos, los terribles costos humanos de esos fenómenos poblacionales.
México ostenta, en esa materia, una triple condición: es origen de una emigración masiva y endémica hacia Estados Unidos; es, asimismo, territorio de tránsito de emigrantes de otros países (centro y sudamericanos, chinos, caribeños) en ruta a esa nación; adicionalmente, es también destino final de diversas inmigraciones.
Así como la postración del campo mexicano, las recurrentes crisis y la histórica asimetría económica entre uno y otro lados del río Bravo se traducen en un movimiento poblacional de millones de conciudadanos hacia Estados Unidos, incontables personas procedentes de terceros países utilizan al nuestro como puente hacia aquel país.
En menor medida, diferencias comparables de desarrollo económico y social entre México y sus vecinos del sur hacen que ciudadanos de tales naciones vean en nuestro territorio un destino plausible para residir y trabajar.
El primero de esos fenómenos es, sin duda, el más conflictivo y acuciante para la nación, debido a la actitud hipócrita y criminal con la que el gobierno de Washington encara el asunto: hipócrita, porque las autoridades del país vecino se empeñan en desconocer la sustancial aportación que millones de mexicanos realizan a su economía y otorgan a esos trabajadores un trato de delincuentes; criminal, porque la penalización de la migración indocumentada multiplica los peligros mortales que enfrentan quienes cruzan la frontera común e incrementa el maltrato, la discriminación y las violaciones a los derechos humanos que padecen quienes logran permanecer en territorio estadunidense.
Para vergüenza nacional, las circunstancias que los migrantes extranjeros enfrentan en nuestro país no son muy diferentes de las que sufren los mexicanos en Estados Unidos. El abuso y la extorsión policial son, para los centro y sudamericanos que cruzan el Suchiate, el equivalente de las cacerías humanas de la migra contra los mexicanos que cruzan el Bravo.
Los maltratos a los migrantes que se perpetran en nuestro territorio se originan, ciertamente, en una tradición arraigada de abuso contra los más indefensos, sean mexicanos o no, por parte de las corporaciones policiales. Pero es posible que tales abusos, en el caso de los extranjeros, se agraven y multipliquen debido a las presiones de Washington para utilizar a México como tapón migratorio.
El hecho es que, tanto en la frontera del norte como en la del sur, el reforzamiento de los controles migratorios lleva a migrantes y a polleros por trayectos cada vez más peligrosos, como nos lo recuerda la tragedia ocurrida el viernes frente a las costas de Chiapas.
Las migraciones referidas no van a detenerse ni a reducirse de manera sustancial, por mucho que se intensifiquen, tanto en México como en Estados Unidos, los controles y las medidas de persecución policial.
En tanto persistan las asimetrías con nuestros vecinos del norte y del sur -es decir, durante mucho tiempo-, los mexicanos pobres seguirán acudiendo a Estados Unidos en busca de trabajo y mejores perspectivas de vida; motivaciones similares seguirán impulsando a ciudadanos de otros países hacia el territorio nacional, ya sea para permanecer en él o para intentar el tránsito hacia el norte.
La única estrategia realista y humana para hacer frente a este fenómeno consiste en promover, en los ámbitos binacionales y multilaterales, el libre tránsito de las personas, y empeñar en esa tarea la misma determinación y el mismo entusiasmo con que se ha promovido el libre comercio.