La Jornada Semanal, 4 de julio de 1999
Ningún editor ha sido ni será tan importante para mi generación como Joaquín Díez-Canedo. En su paso por el Fondo de Cultura Económica publicó las obras capitales de Juan José Arreola, Juan Rulfo, Carlos Fuentes y Octavio Paz, y en los años sesenta y setenta albergó en Joaquín Mortiz a los principales inquilinos de nuestra literatura. Sus oficinas en las calles de Tabasco y Mérida fueron un laboratorio para patentar talentos. Los más variados desconocidos llegaban ahí con manuscritos y meses (o años) después salían transformados en José Donoso, Jorge Ibargüengoitia, Augusto Monterroso, José Agustín, José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo o Juan García Ponce. Apostador de nervios firmes, Díez-Canedo confiaba en cartas imprevistas. Hoy parece obvio que ése fuera su catálogo, pero en aquel tiempo inconcebible, anterior a los agentes literarios, las becas para jóvenes y los muchos suplementos culturales, se necesitaba un olfato fino y aventurero para detectar nuevas presas.
En cierta ocasión le reprocharon al padre de Leonard Bernstein que hubiese sido tan duro con su hijo. En un insólito acto de contrición, contestó: ``lo siento, pero yo no sabía que él era Leonard Bernstein''. Joaquín Díez-Canedo se comportaba del modo opuesto; trataba a los novatos con una seriedad que anticipaba, y casi exigía, sus estupendos libros futuros. Lo decisivo es que este sentido del riesgo obedecía a un gusto exigente: don Joaquín rara vez fallaba en sus apuestas.
Para quienes empezamos a leer en los años sesenta y a escribir en los setenta, Mortiz fue nuestra universidad. Ahí se publicó la primera edición en lengua extranjera de El tambor de hojalata, de Günter Grass, en la virtuosa traducción de Carlos Gerhard (rigurosamente vigilada por don Joaquín), y los otros dos libros de la ``Trilogía de Danzig'', El gato y el ratón y Años de perro. Antes de que los fichajes internacionales se decidieran en el Cuarto de Agentes de la Feria de Francfort (donde hoy se pagan millones por obras que no han sido leídas y ni siquiera escritas), un editor mexicano podía ofrecer primicias en el idioma. Díez-Canedo alternó sus funciones de cazador de plumas nacionales con una nómina multilateral en la que figuraban Susan Sontag, Saul Bellow, André Pieyre de Mandiargues, James Purdy y Jerzy Andrzejewski. En 1978 Augusto Monterroso permitió que su generosidad superara a su implacable sentido crítico y llevó un libro mío a la célebre esquina de Tabasco y Mérida. ``Sé paciente'', me advirtió.
A partir de entonces, cada tres o cuatro meses me daba una vuelta por Mortiz, como si mi manuscrito fuera un coyote en el zoológico. El despacho principal tenía puertas de cantina. Los veteranos entraban sin llamar y los advenedizos esperábamos a que don Joaquín le gritara a su secretaria, con voz rasposa: ``que pase'' y ella repitiera, como si hubiese recibido la orden por teléfono: ``que pase''.
Más allá de las puertas batientes estaba el desordenado paraíso donde don Joaquín fumaba pipa y su sobrino Bernardo Giner de los Ríos encendía un cigarro o tosía sobre un manuscrito. En ese cuarto de buen humo, los manuscritos se apilaban en homenaje al caos, y muchas veces se perdían. ``Este no encuentra nada'', don Joaquín señalaba a su sobrino, quien sonreía ante la más reciente desaparición de una obra maestra. ``Ya saldrá'', comentaba Bernardo, convencido de que bastaba revolver suficientes papeles para dar con la novela perfecta y necesaria. Eso fue la literatura mexicana durante dos décadas: un par de escritorios saturados donde ``aparecían'' libros de excepción.
Cuando firmamos contrato, don Joaquín me invitó a comer a un restorán gallego. Su perenne sonrisa oblicua acaso había sido definida por el arte de morder la pipa. Era el gesto ideal para hablar con ironía de sus muchos retrasos editoriales. El más agudo había prefigurado desde el título su aciago destino: Los días de la paciencia, de Oscar Collazos. ``¡Nos tardamos siete años en editarlo!'', intervino el omnipresente Bernardo, ``y todo porque se nos perdió una frase entre dos páginas''. La anécdota estaba diseñada para ``tranquilizar'' a los impacientes. No volví a preguntar por mi libro hasta el 24 de octubre de 1980. Esa mañana tembló con fuerza y don Joaquín vinculó La noche navegable a la desgracia: ``a consecuencia del temblor salió su libro''. Para Díez-Canedo editar era un cometido cultural. El negocio le importaba poco. Pudo sobrevivir en una época en que las novedades no decidían su suerte en los supermercados ni requerían de ampulosas campañas de promoción. Si un libro de Mortiz se convertía en inesperado best-seller, don Joaquín mordía su pipa con más fuerza; las exigencias del mercado alteraban sus planes de imprimir sorpresas.
Hubiera sido una desgracia que Mortiz muriera de éxito, dedicada a vender novelones de moda y catástrofes de autoayuda. Su agonía tuvo otro signo. Los grandes consorcios sellaron la suerte de las editoriales independientes y Mortiz fue absorbida por Planeta. Poco tiempo después, don Joaquín me llevó al balcón interior de su edificio; desde ahí, el almacén podía ser vigilado como la bodega de un barco. ``¿Ve a esa gente?'', señaló a unos estibadores que movían cajas, ``no sé quiénes son''. El negocio de su vida empezaba a serle ajeno.
Cuando José Agustín estuvo injustamente encarcelado, don Joaquín se esmeró en que recibiera sus pagos. Pero detestaba hablar de regalías normales. Una tarde escogió un restorán asturiano para darme otra lección. Compró un billete de lotería y me lo entregó: ``con esto puede ganar más que escribiendo''. No obtuve ni siquiera un reintegro, pero entendí que estaba en un oficio de tahúres. ``Paciencia y barajar'', dice Cervantes. Lo que importa son las cartas, lo demás es obra de la suerte. La mía comenzó al conocer a Joaquín Díez-Canedo.