La Jornada Semanal, 4 de julio de 1999
Le hubiera gustado bailar con la muerte para seducirla, atraparla y perderle el miedo. Aunque nunca lo confesó abiertamente, ese miedo, que no pudo resolver, era la semilla de su angustia y, paradójicamente, su signo vital. Con desasosiego constante buscaba algo inasible, que nunca pudo definir, aunque, a veces, filosóficamente lograba manejarlo, encubrirlo. Emocionalmente no lo hizo, pero poéticamente subió a las cimas y descendió hasta la ironía de sí mismo.
José de Jesús Martínez, ``Chuchú Martínez'', como todos lo conocieron, fue fundamentalmente un transgresor, un hombre capaz de destruir los esquemas, y ese era finalmente su poder real y su libertad. Pero ninguno de esos juegos de vida lograba ocultar su angustia existencial, su amor y miedo a la vida, su amor y miedo a la muerte.
Desdoblado siempre, doctor en Filosofía, matemático, dramaturgo, ensayista, poeta, profesor, piloto y luego, por sus juegos de vida, militar, marcó una época, una generación, no sólo en su país sino en Centroamérica. Desdoblado también en los amores patrios: nació en Nicaragua en 1929 y desde muy niño vivió en Panamá, país que amó, que hizo suyo o que lo hizo suyo.
Su rostro ``nica'' como él decía, lo hacía alardear de un pasado indígena que lo enorgullecía, pero fabulaba con su propia vida, su pasado, su presente. Era oscuro y luminoso a la vez. No hay nadie que tenga la misma visión de Chuchú. Hacía el milagro de convertirse él mismo en un caleidoscopio, donde uno podía mirar, mirarse, disgregarse y jugar a las estrellas o a los infiernos.
Estudió en La Sorbona (París), en Madrid, en Munich, en Nueva York, en México y en otros países. Como a las mujeres, amó a las ciudades donde vivió y cada una encerraba un signo, un destino, un lugar de llegada y de partida. En esas calles del mundo fue clochard, vagabundo, camarada, poeta, bohemio, filósofo, dramaturgo (con éxito, como sucedió en España y México), amante desmedido y niño solo. La soledad, creo, fue su rasgo más profundo. Aun entre los otros, Chuchú era un hombre solo en lo esencial y filosófico y, a la vez, amigo, amante desbordado, hermoso, cruel, todo eso, como sucede en la vida viva.
¿Qué hubiera sido él con sus conocimientos, su inteligencia, su angustia, sus desafíos, en otro mundo lejano de los océanos locos, de las selvas desmedidas, de los encantamientos del trópico? Nadie puede decirlo, pero ciertamente creo que no hubiera podido sobrevivirse, porque en ese mundo propio y único, donde las cosas lo buscan a uno, donde la música baila por sí misma, él era un niño-hombre acunado por la calidez humana.
Chuchú Martínez recibió varias veces el Premio Miró de poesía y teatro en Panamá. En 1971 lo obtuvo junto al catedrático e historiador Ricaurte Soler, por ``Estudios Filosóficos''. Todas sus obras de teatro fueron publicadas por la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA). En 1987 obtuvo el premio de la Casa de las Américas por su ensayo ``Mi general Torrijos'', donde recorre el itinerario de su vida junto al líder panameño hasta su muerte en mayo de 1981, que considera un asesinato. Uno de los capítulos está destinado a contar, con su lenguaje propio, la llamada ``guerra del banano'' que encabezó Torrijos contra las implacables compañías fruteras estadunidenses.
Quizás para mostrar mejor todo lo que era Chuchú Martínez, valga recordar cómo vio él a Eli Black, presidente de la United Brands que intentó sobornar a varios países enviado por su compañía. De Black dijo en su libro:
Narra Chuchú cómo la United Brands se desprende de Black para colocar en su lugar a ``otro tipo de gángster, más actualizado, sin ninguna elegancia ni espiritualidad''. Habla de la ``tragedia sofocleana'' de Black. ``El capitalismo ya no está para leer a Rilke. Ahora quiere hacer negocios fabricando ataúdes de cartón. Pesan menos, son más higiénicos y mucho más baratos.''
Seleccioné estos párrafos porque sólo un personaje como Chuchú pudo detenerse a mirar con tanta pulcritud de escritor, con tanta avidez humana, la figura de quien consideraba su enemigo.
Creo que sólo una vez, en México a principios de enero de 1991, poco tiempo antes de su muerte, se concedió a sí mismo el derecho de hablar de José de Jesús Martínez.
Estábamos en un café en el centro histórico de la Ciudad de México. Había llegado a participar en un debate del Foro de Emancipación e Identidad de América Latina, auspiciado por esa entidad que dirigía el sociólogo Heinz Dieterich. Había hablado ``con el pecho roto'' ante Noam Chomsky, James Petras, Rigoberta Menchú, Gregorio Selzer, Claribel Alegría, monseñor Sergio Méndez Arceo y otros. También estuve invitada allí. Su dolor era físico. Su reclamo era coherente:
Aquel día en México, D.F., cerca de los mismos sitios donde fue habitante de hoteles baratos, estudiante indisciplinado, amigo de poetas, anarquista, le pregunté a Chuchú por uno de sus poemarios, One Way, extraño y hermoso. Lo que entonces dijo -y su libro se remonta a 1967, cuando él ni siquiera soñaba con el protagonismo político que le daría el torrijismo, al que a su vez él dio sus mundos- fue como una profecía.
Estás traduciendo el mundo,/ interpretas la vida diccionarito en mano,/ culturita en mano,/ costumbrita en mano,/ como si el mundo fuese un país extranjero,/ como si la vida fuese una lengua extraña.
¿Eres marciano, ángel, eres perro/ eres turista?/ ¿Eres extranjero en el mundo, en la vida, en/ tu casa, tu cuerpo?/ ¿Te hospedas en tu alma?/ ¿Te has montado en ti como en un taxi?
El mismo era un signo indescifrable. ``Un anarquista filosófica y humanamente marxista'', pero tampoco lo era, pero también lo era. Odiaba o se mofaba del poder, pero lo tocó con las manos abiertas, para desafiarlo y transgredirlo. Todo eran juegos, pero esos juegos no lograban borrar la angustia existencial, que lo hizo vivir sin detenerse, sin hesitar, como un prófugo, un náufrago, tomándose la vida a veces, desdeñándola, sin saberlo, en otras...
Torrijos y Chuchú
En los años sesenta, cuando era profesor de Filosofía y hacía trampas en sus búsquedas disfrazándose de joven anciano escéptico, irónico, devastador, culpable de magnificar el cinismo del desencanto ante sus alumnos, no imaginaba siquiera que en los años setenta se iba a dar de bruces con una revolución extraña, tanto como su mentor, un coronel, después general, Omar Torrijos. Cuando sucedió el golpe que derrocó a la antigua oligarquía colonial el 11 de octubre de 1968, hubo un periodo de persecuciones a la izquierda. Cárcel para algunos, guerrillas antimilitares, exilio para otros. Fue corto ese tiempo. En un viaje a México, los sectores derechistas intentaron un golpe contra Torrijos, que fue desbaratado por el general Manuel Antonio Noriega. Un golpe estadunidense que naufragó. El retorno de Torrijos significó el comienzo de otra historia.
Caracterizado como una mezcla de ``mula y tigre'' por Gabriel García Márquez, Torrijos, más campesino que militar, abrió las puertas a la intelectualidad panameña, a la izquierda, para romper el esquema militarista de las dictaduras de Centroamérica y del sur. Existe una cantidad de versiones -como en todos los hechos- sobre el encuentro primero con Chuchú, que había regresado de su exilio en Honduras y que -se dice- desafío a Torrijos en una fiesta. O cuando fue con el Grupo de Cine Universitario (GECU) a filmar en la casa del militar en Farallón. Lo cierto es que Torrijos y Chuchú, ambos buenos bebedores de ron, se enredaron en una discusión interminable. Torrijos lo provocó, en el buen sentido, lo enfrentó con su sencillo pero inapelable discurso campesino. No habló sobre el realismo mágico sino sobre la realidad que es mágica -como decía-, y reclamó a los intelectuales su desconocimiento del mundo verdadero, del que anda y murmura fuera de las cajas de cristal; reclamó por la vanidad y la soberbia. Fue un extraño encuentro de pares muy disímiles, pero allí comenzó otra historia fantástica. Chuchú recogió el guante y se fue como recluta a un cuartel militar, donde la mayoría era de origen campesino.
De su llegada a la Base militar de Río Hato, que Torrijos había nacionalizado, me inclino por el relato sencillo que escuché del capitán que lo recibió el día en que ingresó como cadete a la entonces Guardia Nacional:
``El general Torrijos me manda.'' Conociendo a Torrijos pensé que era cierto, pero consulté reglamentariamente. Así se quedó él. Lo hicimos cortarse la barba, el pelo. No creíamos que soportara el entrenamiento. No sabíamos qué clase de hombre era y cuánto significaba para él ese desafío. Después nos entendió y lo entendimos respetándolo.
Cuando José de Jesús Martínez entró a la Guardia Nacional había publicado los poemarios Estrella de la tarde, Poemas a mí, Hacer la Paz, One Way y Poemas a ella. Asimismo, Lecciones de historia de la filosofía moderna y Aleph Cero. Y entre sus obras de teatro: Caifás (un prólogo y tres actos), Juicio final, Enemigos, Segundo Asalto, Amanecer de Ulises, El caso Dios, entre otros libros de una extensa obra.
Para zanjar cuestiones militares y de disciplina y para poder tenerlo a su lado como hombre de confianza, como nexo con la izquierda y el mundo intelectual, Torrijos lo nombró en su escolta personal. El anecdotario de Chuchú en ese tiempo rebasó todos los límites. Con Torrijos construyeron una amistad de silencios. Más que de palabras, de señales... Cuando el escritor británico Graham Greene llegó a Panamá, cautivado por esa historia del istmo, una historia como hecha a su medida, pensando en escribir una novela, y conoció a Torrijos y a Chuchú, su eje se quebró, cambió, se dislocó. Realidades mágicas, fabulaciones increíbles lograron confundirlo. Pasó mucho tiempo intentando ver más y más de Chuchú, como si hubiera encontrado una caja mágica, una de esas clásicas muñecas rusas, que uno va abriendo para encontrar otra y otra. El mismo Greene me confesó una tarde en Managua, Nicaragua, a la hora de la siesta y de los duendes, que nunca había podido llegar al final de esas aguas, y que eso le producía una mezcla de angustia y admiración.
La sombra de la muerte
No quiero encasillarlo ni como hombre bueno -sería empequeñecerlo- ni como un revolucionario puro - en lo que él no creía, si es que esto transformaba al hombre en una figura ``inmaculada'' intocable. Los prefería ciertamente puros en un andamiaje revolucionario, en la dignidad de sus ideas, pero vivos, vivientes.
En esa tarde de México, afuera -como él decía- estaba la muerte. ``Ninguna vida es larga, pero puede ser ancha y honda. Sobre todo ancha. Justamente la actitud de las alas de mi avión, porque en él estoy pensando, comunican su vocación por lo ancho, por lo abarcador. Siempre abiertas de par en par, con un gesto que parece de entrega, y seguramente también lo es, pero cuyo último sentido es el de receptor. Puede ser que sea la entrega total a la recepción del mundo, sin condiciones ni prejuicios'', tal como escribió en su libro último La invasión de Panamá (Causadías Editores, Bogotá, Colombia), publicado después de su muerte.
La mañana en que se fue de México, creo que era el 7 o el 8 de enero, cuando me despedí de él, al abrazarnos como miembros ``de una hermandad antigua'' tuve una visión aterradora: lo vi como si estuviera con la camisa abierta y su pecho adquirió un color ceniza. Sentí un frío de hielo y un dolor muy hondo. Se lo dije a una amiga panameña. Sólo unos días después entendí el mensaje.
Murió el 27 de enero, en Panamá, en un barrio popular, rodeado por su última familia, la única con que construyó una casa, un lugar. Pero él estaba solo como siempre vivió. Fue imperfectamente humano, amigo sin dobleces, niño cruel, hombre amantísimo que odiaba la rutina, como odiaba los pies atrapados en la tierra, no sobre la tierra. Amante eterno, sin amor. Padre de hijos propios y ajenos. Un escritor que se avergonzaba de su cultura y de su erudición, que hablaba como un soldado raso y salía a caminar con un amigo bajo una noche estrellada.
Con Graham Greene jugaban a discutir a Dios en esas largas noches de conversaciones y de fábulas. Greene admitía que estaba viviendo novelas no escribiéndolas, participando de las revoluciones, no contándolas, y que quizás la realidad que vivió en Panamá había superado sus fantasías de creación.
``Chuchú está muy lejos de ser una anécdota jocosa'', dijo Greene un día. Y era cierto: en realidad era el espíritu de un país donde anidan las rebeliones, de una región donde la vida es un paso muy corto, donde nunca ha perdurado la justicia, donde un imperfectísimo hombre se burlaba de los signos, los desafiaba, solidario y generoso, múltiple y sincero o mentiroso genial, como un árabe que vende telas por los caminos y siembra historias y sueños.