La Jornada Semanal, 4 de julio de 1999
A mi edad la memoria salta por donde quiere como un chango sin mecate. Por más que me empeño en recordar la efímera regencia de Iturbide, no consigo retener nada sustancial. Sin embargo, tengo presente hasta el menor detalle de su fastuosa coronación. Yo era un payo veracruzano, y el esplendor de la nueva corte me causó una impresión tan fuerte, que a los pocos días de mi llegada me propuse ingresar a cualquier precio en la familia imperial. ¡Cómo sufre un recién llegado a la capital, cuando ansía como yo colarse a las esferas más altas del poder y el dinero! En Veracruz la buena sociedad me había acogido en su seno, no así en México, donde fui recibido con una descortesía cercana al franco desprecio. Para empezar, el ujier de palacio no me dejó presentarle mis respetos a Agustín I: sólo me concedió unos minutos con su secretario particular, un cretino de apellido Sesma, que apuntó mi nombre en una larguísima lista de solicitantes. Con suerte, me dijo, el emperador lo podrá recibir en febrero del año próximo. En un gesto de dignidad le pedí que borrara mi nombre de la lista, pues quizá para entonces ya estaría muerto. Ignoro si el secretario actuó por cuenta propia o Iturbide lo había aleccionado, pues conmigo siempre tuvo un comportamiento ambiguo: primero la sobadita en el lomo, después la patada en el culo.
En los días previos a la coronación, mi amigo don Ciriaco de Llano recibió la Gran Cruz de la Orden de Guadalupe, la más alta condecoración que otorgaba la casa imperial, y dio una fiesta para celebrarlo en su palacete de la calle de la Moneda. Como ignoraba que en México el lustre social se mide por el lujo de los coches, cometí la estupidez de llegar a la fiesta en un modesto simón que alquilé en la calle del Empedradillo. A la entrada me percaté con horror de que todos los invitados llegaban en elegantes carruajes tirados por caballos frisones y se hacían abrir la portezuela por un lacayo de librea que les tendía en la banqueta una alfombra roja. Mi deslucida entrada me valió el desdén de la concurrencia, que ni siquiera reparó en mis insignias de brigadier, pues en la fiesta se encontraban por lo menos seis mariscales, el Caballerizo Mayor de la casa imperial y el Sumiller de Palacio, todos con sus trajes de gala.
Estaba cohibido, pero lejos de mostrarlo alcé la frente en actitud retadora, tomé una copa de manzanilla de una bandeja y me dirigí a saludar al anfitrión, que departía alegremente con otros dos caballeros: el Conde de La Cortina, un joven de aguzado ingenio que más tarde sería uno de mis mejores amigos, y el Marqués de Aguayo, patriarca de una encumbrada familia criolla que se había enriquecido con el negocio del pulque. De Llano me presentó como ``el libertador de Veracruz'', quizá para elevarme a los ojos de sus amigos, pero ellos apenas inclinaron la cabeza, como si mi proeza no mereciera mayores cumplidos. Pasadas las presentaciones reanudaron su animada charla, que versaba sobre cuestiones de protocolo.
-Supongo que ahora, como caballero de Guadalupe, tendrá un papel importante en la ceremonia -comentó el Conde de La Cortina.
-Su Alteza me ha conferido el honor de portar el manto de la emperatriz -se ufanó don Ciriaco.
-Enhorabuena -dijo el Marqués-, pero si de dignidades se trata, a mí me concedió una mayor, pues llevaré una corona de la emperatriz.
-Ambas distinciones tienen la misma importancia -terció el Conde.
-De ninguna manera -insistió Aguayo-. En la coronación de Napoleón, Murat llevaba el manto de Josefina y José Bonaparte la corona, porque era miembro de la familia real.
-Sí, pero Murat estaba sentado a la derecha de Napoleón, en el mismo asiento que yo voy a ocupar. José estaba más lejos, en la tercera o cuarta fila.
-¿Y eso qué? El que porta la corona tiene la preeminencia.
Temí que me preguntaran cuál sería mi lugar en la ceremonia, pues ni siquiera lo tenía de paje, y me retiré discretamente del grupo. Abochornado por no conocer a nadie, encallé en una esquina del salón, junto a la pequeña orquesta que tocaba romanzas napolitanas. No era ni de lejos el caballero mejor vestido, pero tenía el atractivo de mi juventud y, al verme, las damas dejaban escapar suspiros delatores. Sus cuchicheos y sus miradas furtivas me levantaron la moral. Era un segundón en la corte, pero al menos con ellas tenía éxito. Me disponía a hacer migas con una adorable señorita de ojos zarcos, aventajada en el arte de coquetear, cuando irrumpió en el salón Carolina Pellegrini, del brazo de un general de pelo entrecano que podía ser su padre. Por más que intenté escabullirme para evitar el encuentro, Carolina me descubrió agazapado tras un violonchelo.
-¡Antonio, qué gusto verte! -me tendió su mano y se la besé.
-El gusto es mío. Creí que te habías marchado a Nueva Orleans.
-Nunca tomé el barco. Me ofrecieron una temporada en el Principal y preferí quedarme. La verdad es que estoy enamorada de México.
-Me alegro mucho. Una de estas noches iré a verte.
-Avísame por favor, para reservarte un palco. Ustedes no se conocen, ¿verdad?
Su amigo y yo negamos con la cabeza.
-General Negrete, le presento al coronel Santa Anna.
-Brigadier -corregí-. El emperador me acaba de honrar con un ascenso.
-Lo felicito -Negrete me apretó la mano con fuerza-. Pocos logran llegar tan alto a su edad.
-Es una recompensa muy justa -dijo Carolina-, Antonio ha ganado casi todas su batallas. Por el dejo socarrón del casi comprendí la venenosa indirecta. ¡Inmunda ramera! Me la imaginé fornicando con Negrete, que no obstante doblarme la edad, seguramente la colmaba de placer con sus ímpetus otoñales. Tal vez Carolina le hubiese contado que yo era impotente, y esa misma noche, desnudos en la cama, celebrarían a carcajadas el chascarrillo. El infundio se propagaría por toda la ciudad, de los burdeles a los conventos, de los tianguis a los cafetines de currutacos, hasta que medio México me tomara por un eunuco. ¡Todo por haberle fallado una vez a la Pellegrini! No podía seguir en esa fiesta un minuto más. En vez de acusar el golpe, me despedí de Carolina y de su amigo con una reverencia, para hacerles creer que no había entendido la broma, y tomé las de Villadiego sin despedirme del anfitrión.
Atestada de carruajes, la calle de la Moneda se había convertido en un estercolero y tuve que taparme las narices para soportar el penetrante olor de las heces equinas. Eso ha sido siempre la grandiosa México: el desposorio del lujo con la mierda. Caminé rumbo a mi posada sintiéndome observado y señalado por todos los paseantes. A la altura del Salto del Agua me detuve en un estanquillo a comprar una botella de aguardiente, pues necesitaba perder la razón para desahogar mi rabia. Tengo plena conciencia de lo que hice hasta el tercer trago. De la penosa borrachera sólo conservo impresiones dispersas: me veo en una accesoria del Parián, rodeado de léperos, les regalo mi reloj y mi leontina porque yo sí quiero al pueblo, exclamo, yo sí soy un insurgente de a de veras. Me invitan a orinar en la acequia de la Merced, mi chorro no llega muy lejos y soy objeto de burlas, viene un guardia y le tengo que dar cinco reales para no caer en chirona. Se hace de noche y estoy en una casa de mala nota, empiernado con una china poblana que me pide el oro y el moro por quitarse el refajo, lo que tú quieras, mi reina, le digo, coge de mi talega. En pleno fornicio me imagino que estoy con Carolina y abofeteo a la mujerzuela por burlarse de mí. Oyeme pinche catrín, vas a pegarle a tu madre, me grita la China y va por el tabernero, un gigantón ventrudo que me echa a la calle a patadas. A mediodía despierto sin botas y sin casaca en un arriate de la Alameda, con el sol canicular encajado en mi frente como una corona de espinas.
¡Cómo no guardarle rencor a una ciudad que trata de esa forma a sus visitantes! Humillado por nobles y plebeyos en un mismo día, contraje tal aversión por México y su gente, que hasta la fecha, y después de haber sojuzgado tantas veces a la capital, no he logrado cobrarme todas sus afrentas. Lo que más detesto de México es la doblez de su gente. En Veracruz nos hablamos al chile, nadie se anda con medias verdades y si tienes algún enemigo te lo dice en tu cara. Aquí todo es disimulo, golpes bajos, falsos amigos que murmuran a tus espaldas y a la menor oportunidad te venden por treinta monedas. Debo reconocer sin embargo que mi encontronazo con la capital me dejó una gran enseñanza. Hasta entonces yo era un joven de carácter sanguíneo que muchas veces cometía errores por mis arrebatos viscerales. La coronación de Iturbide no extinguió mis pasiones; al contrario: cada desaire fue un acicate para mi orgullo. Pero comprendí que en una tierra de hipócritas, las ambiciones personales nunca deben declararse abiertamente, pues la lucha política consiste en simular ante los demás que uno ve el poder con indiferencia.
* Fragmento de la novela, de próxima aparición.