Carlos Bonfil
El beso

Hace poco más de 20 años una actriz estupenda, Jill Clayburgh, interpretó el papel de una mujer que rompe con una relación de 16 años y decide asumir, al filo de sus 40, una vida distinta, totalmente emancipada, hasta que se enamora de un pintor (Alan Bates), y comienza de nuevo un ciclo de dependencia afectiva. El título de la cinta era, escuetamente, Una mujer descasada (An unmarried woman, 1978), y su director, Paul Mazursky, un experto en comedias románticas. No es muy distinta hoy la propuesta que hace Richard LaGravenese en su primer largometraje, El beso (Living out loud), salvo por una diferencia notable: la protagonista, alejada ya por completo de la actitud forzadamente feminista que asumía Clayburgh en esa época, vive su libertad y el colapso de sus certidumbres románticas con lucidez y con un desenfado total. A aquel desenlace convencional con reciclamiento amoroso sucede ahora un acercamiento interesante a la melancolía, a la incomunicación y a la ausencia de reciprocidad afectiva, a tal punto que el tema de la cinta no es ya la supuesta emancipación de Judith (Holly Hunter ųEl piano, Crashų), quien no se plantea siquiera esa cuestión, sino el de la soledad e insatisfacción en una gran urbe. Todo ello a partir de su encuentro con Pat (Danny de Vito ųLa guerra de los Roses, Bota a mamá del trenų), un elevadorista regordete y cincuentón, de quien se encariña sin llegar a responder a su abrumadora exigencia amorosa ("Siento lo mismo por ti, aunque no de la misma manera").

picorete La reputación de LaGravenese como uno de los mejores guionistas de Hollywood, proviene principalmente de su habilidad en la construcción de personajes femeninos. Recuérdense al respecto los diálogos incisivos de Meryl Streep en Los puentes de Madison, de Clint Eastwood, o el personaje que encarna Oprah Winfrey en Amada hija (Beloved), de Jonathan Demme. En El beso, Judith defiende sus privilegios sociales, adquiridos gracias al marido (Martin Donovan ųEl silencio de Oliverų), quien la abandona por una mujer más joven, pero rechaza al mismo tiempo los valores protegidos durante 15 años de matrimonio. Concluida la crisis de pareja, Judith debe enfrentar una crisis mayor, la de su propia madurez, y para sortearla dignamente se aferra a la preservación de su estatus social en esa zona opulenta en la que vive (la Quinta Avenida), y donde cualquier conquista parece estar a la mano ("Estoy demasiado vieja para vivir fuera de Nueva York, y mucho menos sola y arrugada en Queens").

El beso describe las incursiones de Judith en los extremos opuestos de esa opulencia, sus visitas al cabaret upper west side donde conoce a una estupenda cantante negra, su confidente instantáneo (Queen Latifah), su fugaz experiencia con las drogas, y su visita a un bar lésbico, mismo que disfruta en un estado de alucine completo. Es interesante el procedimiento por el cual LaGravenese presenta las percepciones fantasiosas de su protagonista, su manera de inventarse diálogos y situaciones extremas (su propio suicidio o un ligue exitoso, como contrapunto irónico de lo que realmente le sucede, pero en ocasiones esa fantasía resulta un tanto gratuita, como la incorporación inconvincente de Judith a una coreografía lésbica, estilo Bob Fosse. En contraste, las mejores escenas son siempre intimistas: un diálogo muy emotivo de Pat y Judith en el elevador, la cantante de blues comentando sobre la homosexualidad de su amante masculino, el abandono sensual de Judith a la atención experta de un masajista elegido en un aviso de ocasión, y en general, el tono de escepticismo, no exento de calidez, que LaGravenese recupera de los dos relatos de Chéjov (El beso y Miseria) en los que se inspira su guión. Las actuaciones de Hunter, De Vito y Latifah son sin duda la mejor recomendación de la cinta, pero otro atractivo muy especial es la estupenda selección musical con temas clásicos de blues y jazz interpretados por la propia Queen Latifah. Los diálogos de LaGravenese revelan invariablemente la esencia de los personajes, como esa sorpresa del elevadorista enamorado que cándidamente exclama: "Me parece genial que una persona con dinero piense todavía en trabajar".