La batalla política e ideológica que se ha dado en los últimos doce o catorce meses entre algunos analistas del sector privado y las máximas autoridades económicas del país en materia del mejor sistema cambiario a seguir, refleja el estado del arte en la discusión sobre los sistemas de tipos de cambio más adecuados, dadas las condiciones actuales de la globalización económica.
Una de las grandes enseñanzas, primero de la crisis mexicana y luego de la asiática y brasileña, es que fijar el tipo de cambio nominal sin mayor respaldo que en la credibilidad y en el nivel de reservas, como fue lo común hasta principios de los años setenta, conduce a terribles consecuencias económicas y sociales.
Ante ello algunos países -México, por ejemplo- han decidido mantener un sistema de flotación sucia o administrada con el cual el tipo de cambio nominal a diario se ajusta ante cualquier perturbación (positiva o negativa) que afecte a las variables de la balanza de pagos. Por el contrario, otros países -Hong Kong y Argentina¹- han decidido protegerse mediante la fijación extrema de su paridad. La diferencia es que en este sistema las perturbaciones externas se van directamente a los activos monetarios, al nivel de actividad y al empleo.
A estos dos sistemas extremos se debe añadir ahora el carácter que ha adquirido la globalización en cuanto al doble papel que desempeña como acelerador tanto de la irrupción como también de la salida de las crisis. En este sentido, es evidente que la debacle mexicana de 1994 y 1995 se gestó en los años precedentes por el mal manejo de las variables monetarias y financieras que, al combinarse con eventos políticos siniestros, los mercados mundiales de capitales ajustaron con toda severidad. Pero por otro lado, la rápida recuperación macroeconómica (no social) de los años posteriores, así como la aparente rehabilitación de Brasil y Asia han hecho pensar que la globalización también ha creado los mecanismos de salida.
Debe quedar claro que el capitalismo es un sistema que en forma inherente funciona en ciclos, por lo que las crisis son inevitables, aunque atenuables, y de ello depende la capacidad de actuación de los gobiernos. Los mercados castigan o premian la mala o buena gestión gubernamental.
Los graves problemas bancarios y financieros que venimos enfrentando, por lo menos desde hace siete años, no son consecuencia directa y siniestra del accionar de los mercados, sino de la corrupción y del tráfico de influencias que asignó injusta e incorrectamente los recursos nacionales.
De lo que se trata pues, es de que los mercados funcionen bajo criterios transparentes y justos, y que la gestión pública ayude a que cada vez haya menos individuos excluidos y, aún más, que los verdaderos responsables de los quebrantos sean los que paguen las malas asignaciones y las consecuencias. No como hasta ahora, que los que no gozaron de esos favores discrecionales son los que los pagan.
Esto es lo que debe estar en la mesa de discusión al nivel más serio. El avance de la democracia indudablemente será de gran utilidad porque los votos políticos se juntarán, pero de una manera totalmente distinta, a los votos económicos.