n El suelo bajo sus pies n
n Salman Rushdie n
Como una primicia para nuestros lectores, merced a la generosidad de la editorial Plaza & Janés, ofrecemos un adelanto de la nueva novela de Salman Rushdie, todo un acontecimiento literario en los países en que ha aparecido. En México empezará a circular en breve. Se trata, como hemos publicado aquí (La Jornada, 23-I-99), de ''la primera novela dinosáurica del rock", en palabras del propio Rushdie. Situada en tres escenarios (Bombay, Londres y Nueva York, además de escenas mexicanas, en la tierra del tequila), relata la historia de dos estrellas de rock, Vina Apsara y Ormus Cama, durante los años setenta y ochenta. El mito de Eurídice y Orfeo estructura el relato y los mitos griegos e hindúes impregnan desde el principio el fluido novelesco y los juegos de palabras, trabalenguas y deformaciones lingüísticas abundan hasta el punto que se le ha calificado ya como ''el Ulises del rock", en alusión obvia a James Joyce. Entre otras licencias históricas, esta vez John F. Kennedy no es asesinado y la rola Satisfaction no es escrita por Sus Satanísimas Majestades The Rolling Stones, sino por maese John Lennon. He aquí el genio literario del recontramaestre Salman Rushdie.
El criador de abejas
El día de San Valentín de 1989, último día de su vida, Vina Apsara, la legendaria cantante popular, se despertó sollozando porque había soñado con un sacrificio humano en el que ella era la víctima prevista. Hombres de torso desnudo que se parecían a Christopher Plummer la agarraban por muñecas y tobillos. Su cuerpo estaba despatarrado, desnudo y retorciéndose sobre una piedra pulida con la imagen tallada de Quetzalcóatl, el ave-serpiente. La abierta boca de la serpiente emplumada rodeaba un agujero oscuro excavado en la piedra y, aunque Vina tenía la boca dilatada por sus propios gritos, el único ruido que podía oír era el estallido de lámparas de flash; sin embargo, antes de que pudieran cortarle el cuello, antes de que su sangre vital burbujeara en aquella horrible copa, se despertó al mediodía en la ciudad de Guadalajara (México), en una cama desconocida y con un extraño semidifunto al lado, un mestizo desnudo de veintitantos años, identificado en los inumerables artículos de prensa que siguieron a la catástrofe como Raúl Páramo, el playboy heredero de un magnate local de la construcción, bien conocido, una de cuyas sociedades era propietaria del hotel. Ella había sudado copiosamente y las sábanas empapadas apestaban a la sordidez sin sentido de aquel encuentro nocturno. Raúl Páramo estaba inconsciente, tenía los labios pálidos y su cuerpo era sacudido, cada pocos momentos, por espasmos que Vina reconoció como idénticos a sus propios retorcimientos en sueños. Al cabo de unos instantes, el mestizo comenzó a hacer ruidos horrorosos en el fondo de su tráquea, como si alguien le estuviera cortando el cuello, y su sangre fluyera por la sonrisa escarlata de una herida invisible y serpenteara cayendo en una copa fantasma. Vina, presa de pánico, saltó de la cama, agarró su ropa, los pantalones de cuero y el corpiño de lentejuelas doradas con que había hecho su última salida la noche anterior al escenario del centro de congresos de la ciudad. Despreciativa, desesperadamente, se había entregado a aquel don nadie, a aquel muchacho que tenía la mitad de sus años, lo había elegido más o menos al azar entre la multitud que había entre bastidores, los resbaladizos, untuosos pretendientes de flor en el ojal, los magnates de la industria, la aristodesgracia, los reyezuelos de la droga, los príncipes del tequila, todos con limusinas, champaña y cocaína, y hasta puede que con diamantes para obsequiar al lucero vespertino.
Aquel hombre había empezado a presentarse, pavonearse y hacerle fiestas, pero ella no quiso saber su nombre ni el saldo de su cuenta bancaria. Lo había elegido como a una flor y ahora quería tenerlo entre los dientes, lo había encargado como si fuera un plato ''para llevar" y ahora lo alarmaba con la ferocidad de sus apetitos, porque comenzó a darse un festín de él en el momento mismo en que se cerró la puerta de la limusina, antes de que el chofer hubiera tenido tiempo de subir el cristal que daba intimidad a los pasajeros. Luego, él, el chofer, habló con reverencia de su cuerpo desnudo; mientras los periodistas le servían tequila sin parar, susurraba cosas sobre aquella desnudez trepadora y depredadora como si fuera un milagro; quién hubiera podido pensar que ella estuviera ya muy allá de la parte mala de los cuarenta, supongo que alguien allí arriba quería que se conservase como era. Yo hubiera hecho cualquier cosa por una mujer así, gimió el chofer, hubiera conducido a doscientos kilómetros por hora si ella hubiera querido velocidad, me hubiera estrellado contra una pared de cemento si ella hubiera deseado morir.
Sólo cuando ella salió tambaleándose al pasillo del piso undécimo del hotel, semidesnuda y confusa, tropezando con periódicos no reclamados cuyos titulares sobre los ensayos nucleares franceses en el Pacífico y la agitación política en la provincia meridional de Chiapas le mancharon las plantas de los pies descalzos con su tinta estridente, sólo entonces comprendió que la suite que había abandonado era la suya, había cerrado la puerta de golpe y no tenía la llave y, en aquel momento de vulnerabilidad, tuvo suerte porque la persona con que tropezó era yo, Mr. Umeed Merchant, fotógrafo, alias Rai, su compinche, por decirlo así, desde los viejos tiempos de Bombay, y el único aficionado al disparador en muchas millas a la redonda que no soñaría en fotografiarla en aquel desaliño tan delicioso y escandaloso, con todo su ser momentáneamente desenfocado y, lo peor de todo, representando su edad; con el único ladrón de imágenes que nunca le hubiera robado aquel aspecto tan deshilachado y acosado, aquel desamparo tan legañoso e indiscutiblemente ojeroso, con la enmarañada fuente de cabello rojo hirsuto y teñido temblándole sobre la cabeza en un moño de Pájaro Loco, la encantadora boca temblorosa e insegura y los diminutos fiordos de los años despiadados profundizando en las comisuras de su boca, el arquetipo mismo de la diosa del rock duro, a mitad de camino hacia la desolación y la ruina. Había decidido convertirse en pelirroja para aquella gira, porque, a los cuarenta y cuatro, estaba empezando de nuevo, una carrera en solitario sin El, por primera vez en años estaba en la carretera sin Ormus, por lo que no era realmente sorprendente que la mayor parte del tiempo se sintiera desorientada y desconcertada. Y sola. Había que admitirlo. Vida pública o vida privada, daba igual, ésa era la verdad: cuando no estaba con él no importaba con quién estuviera, porque siempre estaba sola.
Desorientación: pérdida del Oriente. Y de Ormus Cama, su sol.
Y no era sólo chamba eso de chocar conmigo. Yo siempre estaba allí para ella. Siempre cuidando de ella, siempre esperando su llamada. Si ella hubiera querido, habría habido docenas de nosotros, cientos, miles. Pero creo que sólo estaba yo. Y la última vez que pidió socorro no pude prestárselo, y ella murió. Terminó en mitad de la historia de su vida, fue una canción inacabada, abandonada en el puente, privada del derecho a seguir sus versos vitales hasta la rima final y perfecta.
Dos horas después de haberla rescatado del abismo insondable del pasillo de su hotel, un helicóptero nos llevó a Tequila, en donde don Angel Cruz, propietario de una de las mayores plantaciones de agav e azul y de la celebrada destilería Angel, un caballero legendario por la suave amplitud de su voz de contralto, la gran rotonda de su barriga y la esplendidez de su hospitalidad, iba a dar un banquete en honor de ella. Entretanto, habían llevado al hospital al amante playboy de Vina, paralizado por ataques provocados por la droga tan extremos que acabaron siendo mortales y, durante días, a causa de lo que le sucedió a Vina, el mundo se vio obsequiado con análisis minuciosos del contenido del torrente sanguíneo del difunto, su estómago, sus intestinos, su escroto, sus órbitas, su apéndice, su cabello y en realidad todo salvo el cerebro, que no se creía contuviera nada de interés, y había sido tan concienzudamente revuelto por los estupefacientes que nadie pudo comprender las últimas palabras que dijo, durante su comatoso delirio final. Unos días más tarde, sin embargo, cuando la información se había abierto paso hasta la Internet, un chalado por la literatura fantástica, apodado ([email protected]), que clamaba desde el distrito Castro de San Francisco, explicó que Raúl Páramo había hablado orco, el lenguaje infernal imaginado por Tolkien para los servidores de Sauron, el Señor Oscuro: Ash nazg durbatuluk, ash nazg gimbatul, ash nazg thrakatuluk agh burzum-iski krimpatul. Después de eso, los rumores de prácticas satánicas, o quizá saurónicas, se extendieron imparablemente por la Red. Se hizo correr la idea de que el amante mestizo había sido un adorador del diablo, sirviente de sangre del Inframundo, y había dado a Vina Apsara un anillo inestimable pero maligno que había causado la catástrofe que siguió, arrastrándola al Infierno. Pero para entonces Vina estaba pasando ya a ser un mito, convirtiéndose en un recipiente en el que cualquier imbécil podía verter sus estupideces, o digamos en un espejo de la cultura, y podemos comprender mejor la naturaleza de esa cultura si decimos que encontró su espejo más fiel en un cadáver.
Un anillo para gobernarlos a todos, un anillo para encontrarlos, un anillo para traerlos a todos y someterlos en la oscuridad. Yo estaba sentado junto a Vina Apsara en el helicóptero a Tequila, pero no vi ningún anillo en sus dedos, salvo la talismánica piedra lunar que llevaba siempre, su vínculo con Ormus Cama, el recuerdo de su amor.
Había enviado a su séquito por carretera, eligiéndome a mí como único compañero aéreo:
ųDe todos, hijos de puta, es el único en quien puedo confiar. ųHabía gruñido.
Ellos habían salido una hora antes que nosotros, todo aquel maldito zoo, su serpentino director de gira, la hiena de su secretario, los gorilas de la seguridad, el pavo real de su peluquero y el dragón de la publicidad, pero ahora, mientras el helicóptero descendía sobre la caravana, la oscuridad que había envuelto a Vina desde nuestra partida pareció levantarse, y ella ordenó al piloto que diera una serie de pasadas a los coches, cada vez más bajo, vi cómo los ojos de él se dilataban de miedo, sus pupilas eran agujeros negros, pero estaba tan embrujado como todos nosotros e hizo lo que a ella se le antojaba. Yo era quien gritaba más alto, por favor más alto en el micrófono sujeto a nuestros auriculares protectores, mientras su risa resonaba en mis oídos como una puerta que golpeara en el viento y, cuando la miré para decirle que tenía miedo, vi que estaba llorando. La policía había sido sorprendentemente amable con ella al llegar al escenario de la sobredosis de Raúl Páramo, contentándose con advertirla de que podría ser objeto de una investigación. Sus abogados pusieron fin a la reunión en aquel momento, pero ella parecía después tensa, inestable, demasiado brillante, como si estuviera a punto de deshacerse como una bombilla que explotara, como una supernova, como un universo.
Entonces dejamos atrás los vehículos y volamos sobre las colinas y valles, a los que las plantaciones de agave volvían de un azul grisáceo, y ella volvió a cambiar de humor, comenzó a reírse en el micrófono y a insistir en que la llevábamos a un lugar que no existía, un destino fantástico, un país de las maravillas, porque Ƒcómo era posible que existiera un lugar llamado Tequila?
Una rola de Rushdie *
Toda mi vida he amado
su voz dorada, su hermoso
diapasón
su manera de hacernos disfrutar
de hacerme real
y el suelo bajo sus pies
Camina luminosa por tu sendero
oscuro
camina subterránea
y allí estaré, algún día
no descansaré hasta encontrarte
Déjame amarte
permíteme el rescate
deja conducirte
hasta donde los caminos
se untan
Oh, regresa tierra arriba
donde sólo existe amor
y el piso queda bajo tus pies
* Salman Rushdie ha creado dos canciones para el grupo irlandés U2, la primera, titulada Las mejores cosas empiezan con B, la escribió en los años setenta, esta segunda, The Ground beneath her Feet forma parte de la nueva novela del escritor indo-británico, quien ha aparecido, siempre de improviso, en pleno escenario durante algunos conciertos de U2 por el mundo. (Versión de la letra original en inglés: Pablo Espinosa)