LETRA S

Julio 1 de 1999


Sexismo excluyente o los caballeros no las prefieren rudas

ls-rugby

La violencia es prueba auténtica de la adhesión de
cada cual a sí mismo, a sus pasiones, a su propia
voluntad; negarla radicalmente es negarse toda verdad
objetiva, es encerrarse en una subjetividad abstracta;
la cólera o la indignación que no llegan a los
músculos son puramente imaginarias.

Simone de Beauvoir

 

 

HORTENSIA MORENO

 

Entre los argumentos más socorridos para negar la posibilidad de una igualdad plena entre hombres y mujeres se suele utilizar el de la configuración del cuerpo femenino como diferente --más delicada, más ligera, más frágil, más débil--, con lo que se explica que las mujeres son incapaces de asumir las mismas actividades y esfuerzos que los varones.

Por supuesto, la entrada masiva de las mujeres a casi todas las profesiones hasta hace poco consideradas exclusivamente masculinas --y la aparición de modalidades laborales no definidas ya por el esfuerzo fìsico-- ha puesto en evidencia tal argumento.

Sin embargo, todavía existen algunas ocupaciones que no han podido ser invadidas de manera sustancial por las mujeres; la milicia y algunos deportes profesionales figuran entre los ejemplos más interesantes. Se trata de espacios de exclusión que el sentido común acepta como pruebas evidentes de la diferencia esencial entre hombres y mujeres, pero que en la actualidad son cuestionados desde un razonamiento inverso al del sentido común: si tales espacios fueran naturalmente masculinos, no harían falta los mecanismos de exclusión con que son defendidos como últimos bastiones de la masculinidad.

Sospechamos entonces que tales mecanismos se ponen en funcionamiento precisamente cuando las personas excluidas pretenden vulnerar las normas exclusivas. Antes de que eso ocurra, la exclusión se racionaliza como parte del orden de las cosas, y en efecto, el sentimiento que comparten una enorme cantidad de mujeres es de total desinterés por esos enclaves simbólicos masculinos cuya irreductibilidad se mantiene al margen de toda discusión: ¿a qué mujer en su sano juicio se le ocurriría la peregrina idea de convertirse en soldada o en boxeadora?

La bronca comienza cuando a alguna (o algunas) de ellas se le mete esa idea en la cabeza. Entonces se hacen presentes las racionalizaciones de la diferencia y se afirma que las mujeres no son capaces --ni física ni intelectual ni moralmente-- de llevar a cabo las labores y actividades que se exigen a los varones.

Si alguna mujer no se muestra muy convencida ante tal descalificación y trata de demostrar que sí es capaz, su porfía será considerada una franca declaración de guerra y desencadenará los mecanismos de exclusión en todo su esplendor. Así le ocurrió, por ejemplo, a Shannon Faulkner (a quien la revista Ms. nombró en 1996 una de las "Mujeres del Año"). Esta joven de 18 años se atrevió a demandar a una universidad militarizada (The Citadel) porque rechazó su solicitud de ingreso con el único argumento (completamente anticonstitucional) de que Faulkner es mujer.

Después de ganar la demanda, Faulkner vivió los dos años y medio más horribles de su vida gracias al hostigamiento público de que fue objeto por parte de los defensores de la tradición. Cuando fue admitida en The Citadel, era la única mujer entre más de mil 900 hombres, y todos ellos querían que desapareciera. En las clases, los cadetes chiflaban cuando ella se paraba. En los salones, la atropellaban física y verbalmente. Cuando se quejó, los administradores le dieron la razón "a los muchachos".

En agosto de 1995, después de unas cuantas horas del rito de pasaje que se conoce como "una semana en el infierno", decidió renunciar; pero afirma que incluso la "semana en el infierno" no fue nada comparado a lo que tuvo que afrontar para llegar a ella: subió 25 kilos, envejeció entre 10 y 20 años y vivió al borde de un ataque de nervios.

Entre los argumentos más utilizados para excluir a las mujeres del ejército está el de que la guerra es un asunto de hombres. Se trata de una idea profundamente arraigada no sólo en el pensamiento patriarcal y en el sentido común, sino inclusive en el propio pensamiento feminista. Desde luego, una se puede sentir muy orgullosa de jamás haber participado en la organización y desarrollo de una guerra, pero quien afirma que es un asunto de hombres parece olvidar que cuando una guerra estalla, sus consecuencias atañen a toda la población, y en particular a las mujeres, puesto que una de las prácticas de guerra más difundidas desde tiempos inmemoriales es la violación sistemática de mujeres, la cual revela el peso simbólico que deposita la cultura en la integridad sexual de los cuerpos femeninos y, por consiguiente, en la posibilidad de utilizarlos como arma y como botín de guerra.

Esta incongruencia puede interpretarse de diferentes maneras, pero su resultado es siempre el mismo: por definición y por costumbre, la cultura pugna por mantener a las mujeres en un estado de indefensión, de inferioridad material ante la violencia. El problema es que no la ha podido suprimir.

Con el argumento de que la violencia es una característica estrictamente masculina, a las mujeres se nos priva de la posibilidad de ejercerla en cualquier circunstancia --y eso incluye la legítima defensa, como lo muestra el caso de Claudia Rodríguez Ferrando quien levantó un revuelo impresionante por atreverse a disparar sobre el cuerpo del hombre que la iba a violar.

A partir de esa misma lógica se obstruye de manera fatal la carrera de nuestra boxeadora Laura Serrano.

Debo aclarar que soy una persona fundamentalmente pacífica. (Pero también soy medio degenerada, y aunque el boxeo me parece una práctica bárbara, soy capaz de disfrutar una pelea televisada.) No sé mucho de boxeo. Cuando me pongo muy racional opino que debería ser abolido. Creo que si el mundo fuera mejor, no habría box. Pero eso sólo habla de mi fresez y mi puritanismo. Por supuesto, soy radicalmente pacifista. Si de mí dependiera, ya habría prohibido de manera definitiva y total las armas, el ejército y la guerra.

No obstante, creo que Laura Serrano tiene tanto derecho de boxear como lo puede tener cualquier persona del sexo masculino. (Aquí me adhiero a la idea de Amelia Valcárcel sobre el derecho al mal.) Pero el box, uno de los últimos reductos de la masculinidad, es celosamente resguardado por nuestras autoridades morales. Las mujeres juegan todas las pelotas, montan en bicicleta o a caballo, nadan, brincan, se dejan caer. Nada más nos faltaba el box. Pero ojo: el box es un deporte masculino. Por eso se practica en la semi desnudez (no se vaya a colar una chava). ¿Y por qué es masculino? Motivo número uno: porque es muy rudo y las mujeres son delicadas. Motivo número dos: porque daña el cuerpo humano y el cuerpo humano de las mujeres está destinado a una finalidad superior: la maternidad. Motivo número tres: las mujeres no se tienen que pelear; sus existencias son más calmadas y tienen quien las proteja y luche por ellas.

Ultimamente he estado pensando mucho en estas razones. Hay unas imágenes que quisiera emparejar ante las imaginaciones de las lectoras y lectores: la foto de un boxeador al día siguiente de la pelea: ojos morados, nariz hinchada, pómulos enrojecidos, costras en las cejas. Ahora imagínense la foto de una mujer golpeada. De esas que las feministas han comenzado a dar a la publicidad hace relativamente poco tiempo. Esos cuerpos destinados a la maternidad, molidos a palos por sus maridos, sí, por esos mismos señores que las iban a proteger. ¿Qué notan? Desde luego: el boxeador siempre sale mejor librado porque sabe defenderse. El chiste del box no es sólo tirar golpes, sino evadirlos.

No alcanzo a descifrar los motivos que pueden tener la sociedad y la cultura para mantener a las mujeres en la total indefensión ante los hombres. No sé si se trata de demostrar que las mujeres somos más débiles o de obligarnos a solicitar protección o de controlar nuestra movilidad o de asegurar que siempre estemos disponibles.

En todo caso, no será difícil convencer a mucha gente de que a las mujeres podría venirnos bien saber un poco de boxeo. Al menos cómo defendernos, y sí, tal vez de vez en cuando haya que tirar un par de ganchos al hígado. Esperamos que bien merecidos. Ese no es nuestro problema: al otorgarle a una persona una facultad, la sociedad espera, en buena fe, que esa persona haga buen uso de ella.

 

Redactora de Debate feminista.

Notas:

1 El segundo sexo. Siglo XX, Buenos Aires, 1975. Tomo II, p. 76.

2 Véase el artículo de Claudia Smith Brinson, "Honor on her own terms", Ms., vol. VI, núm. 4, enero/febrero de 1996, p. 48.

3 Katha Pollitt elabora una interesante crítica de la idea de que "las mujeres, como madres, cuidadoras y nutricias, tienen una especial conciencia de la precariedad de la vida humana, ven a través del patrioterismo y de la retórica de la guerra fría, y preferirían que las naciones resolvieran sus dificultades pacíficamente.

Véase "¿Son las mujeres moralmente superiores a los hombres?", Debate feminista, vol. 8, año 1993, pp. 327-345.

4 Véase el ensayo final en el volumen Sexo y filosofía. Sobre "mujer" y "poder", Anthropos, Barcelona, 1991.