A destiempo, más de un año después del centenario de Federico García Lorca, se estrena el polémico texto de Fernando del Paso, La muerte se va a Granada. Atrás quedó el escándalo promovido por el autor y que tanto agraviara al medio teatral de nuestro país y yo me atrevería a decir que a todo el mundo cultural mexicano: resulta muy molesto, por decir lo menos, que a base de declaraciones y periodicazos Del Paso obtuviera de las autoridades culturales un presupuesto que en apariencia no existía, que proviene de nuestros impuestos y que se le negó por ejemplo a Héctor Mendoza (quien nunca promovió escándalos y cuyo Premio Nacional de Arte es mucho más importante que el de Literatura obtenido por el novelista metido a dramaturgo). Por otra parte, el drama interesó a directores tan disímbolos como Mario Espinosa, Mauricio Jiménez y José Luis Ibáñez, por no hablar de los ingenuos que se ofrecieron al reclamo del escritor, y obtuvo muchos elogios en la lectura que se organizó en El Colegio Nacional. Todo ello nos inclinaba a pensar en una obra muy importante y olvidar las actitudes de quien la escribiera.
Todos sabemos que Fernando del Paso no es un escritor teatral y que con esta obra se iniciaba en estas lides. El texto publicado por Alfaguara lo confirma, con acotaciones tales como ``actuaciones melodramáticas'' o que Federico hable ``en tono trágico'' o en ``tono dramático'', lo que evidencia un gran desconocimiento del autor de la terminología teatral. Pero se trata de un pecado menor ante la extraña dramaturgia que en la obra se advierte. En su momento se habló del maravilloso lenguaje que salvaba todos los escollos de la construcción. Lamentablemente, el conjunto de versos ripiosos y rimas facilonas está muy lejos del aliento poético que, si acaso, se advierte en alguna parte, como la oración de García Lorca cuando defiende su homosexualidad. Había que ver cómo funcionaba en escena La muerte... y algunos, entre los que me cuento, asistimos al montaje de Ibáñez con la esperanza de que todo fuera bien y se borraran los antecedentes negativos que ya teníamos.
No funciona. La pobreza de la versificación se acrecenta en la amplificación del escenario. Si en lectura no molestaban tanto esas seudocoplas populares del tipo ``La muerte se llega, llega/ y se llega, llega, llega...'' o las asonancias y consonancias usando infinitivos verbales, por citar lo más desaseado, escucharlas en voz de actores resulta lastimoso. A ello se une una gran falta de malicia dramatúrgica, con soluciones como hacer salir a Federico, su madre y su hermana de escena con el pretexto de que ya está la cena, para la larga explicación entre el padre y el fascista Luis Rosales en que se intenta una objetividad acerca de la España dividida y se acentúa lo lejano que estaban el poeta y su familia de ser ``rojos'' y se reivindica su cristianismo. Los fantasmas que acosan a García Lorca son muy pueriles y en lo personal no comprendo que en ``El gran final'' se desprecie su trilogía de la represión y se haga salir a escena una sirenita, un ``Hada Preciosa'' y otros desfiguros por el estilo que dicen muy poco de la obra del poeta-dramaturgo (éste sí).
José Luis Ibáñez hace algunos cambios en el orden de las escenas lo que no altera el producto. Pero lo que sí lo altera es que los gritos de los fascistas, que en el original apenas se oyen, en este montaje sean dichos por obreros, jóvenes y mujeres del pueblo. Queda entonces la idea de que el ideal republicano fue cosa sólo de escritores e intelectuales. Si bien hubo y hay franquistas entre la gente del pueblo, la aguerrida defensa de la República fue una página de dignidad popular; los intelectuales que la defendían -muchos hicieron de México su otra patria- apoyaban la gesta de ese pueblo. A la preocupación del autor por presentar un García Lorca no ``rojo'' se añade esta propuesta del director que tergiversa los hechos.
David Antón imagina una escenografía muy neutra, con un telón de fondo de Granada y varios niveles, así como una larga pasarela, casi kabuki, al centro de la butaquería. Por cierto que en los momentos reales, como es la casa de los García Lorca, Ibáñez nos confunde con la topografía del lugar, haciendo que Rosales entre por arriba y salga por un lateral (sin despedirse de las señoras, lo que poco se entiende en un hombre tan educado). El vestuario de Josefina Echeverría y Humberto Spíndola es muy imaginativo, al crear sobre un gris uniforme base trajes recortados de cartón y papel de china para los personajes reales o no que amenazan con su presencia o en sueños a Federico García Lorca, en este muy extraño homenaje que se le hace.