La Jornada Semanal, 27 de junio de 1999
En cada fin de siglo es propio hablar del fin del mundo. Quizá por eso últimamente, extrañamente, estamos de moda los narradores chilenos. Porque el final es lo nuestro. Porque ``finiterráqueos'' lo hemos sido siempre. Y finiseculares (y descreídos), me parece que desde unos veinte años antes que el resto de Latinoamérica. La crisis de las utopías, la orfandad de sentidos colectivos, la privatización hasta de los discursos públicos, fueron experiencias políticas y sociales en este país del fin del mundo, desde hace más de dos décadas.
En el campo de la novela, la generación chilena que estuvo y está haciendo ese relato es la mía. Aquella que se conoce como Nueva Narrativa chilena. Autores de alrededor de 40 años, poco más o menos, gestados en el exilio interior, bajo la dictadura de Pinochet, y cuyas voces empezaron a oírse con la transición a la democracia ultraliberal y ``tutelada'' que nuestros mayores pactaron.
La gestación
Por supuesto, cada narrador contará la historia a su manera. Pero sospecho que habrá por lo menos dos relatos acerca del origen de nuestras voces. Relatos que corresponden a las corrientes internas que dividieron a nuestra generación frente al desafío histórico. Hubo quienes quisieron hacerse cargo de ese argumento colectivo sustraído por el poder, e intentar narrarlo directamente, es decir denunciarlo. Y hubo quienes operamos como una suerte de ``fenomenólogos en estado bruto'' -como nos llamó el crítico Martín Cerda hace casi 20 años-; es decir, quienes aludíamos a aquella realidad disociada, pero sin proponérnoslo, indirectamente.
El relato que haré me cuenta entre estos últimos: los narradores que afirmamos como gesto contra el sistema nuestra propia libertad creativa y la de nuestro oficio. Non serviam, como demandara el poeta Vicente Huidobro a sus contemporáneos de los años veinte. Sólo que, en nuestra disyuntiva histórica, no servir ya no era rechazar a la madre naturaleza, sino a la divina Historia, en la perversa versión chilena que nos tocó.
Porque no teníamos nada lo queríamos todo. Saqueo impunemente el imaginario de una generación anterior, la del sesenta, para colgarme de este lema. La escasez y el rigor fueron el ethos inconsciente en la etapa gestadora de nuestra generación. La nueva narrativa chilena surgía cuando nacional e internacionalmente se hablaba de un apagón cultural en el país. Paradójicamente, esas condiciones de precariedad eran las que determinaban la ambición de un joven escritor por existir. Yo sentía el dramatismo de la situación en el aire, su potencial literario. Es un conocido lugar común el que la infelicidad engendra más literatura que la dicha. Creo no haber sido el único que sentía aquella alegría obscena del narrador ante los dramas colectivos. Aquí hay jugo, me decía, aquí hay una colosal oportunidad literaria. Lejos de ser un apagón, el drama histórico era un gran mechero sobre el barril de pólvora de la imaginación. Esto, a condición de narrar honestamente. Es decir, por inducción, desde la experiencia individual hacia el drama colectivo y no a la inversa, por deducción o denuncia, como en aquella época se nos pedía desde dentro y desde afuera.
Tal como constata brillantemente el profesor Rodrigo Canovas en un ensayo reciente sobre la Nueva Novela chilena, la orfandad ha sido la marca distintiva de nuestra generación. Pero no sólo en la temática o caracterización de nuestras obras sino también en nuestras propias historias formativas. Por mi parte, en tanto ``artista adolescente'', crecí sin ``padres'' literarios. Me hice escritor admirando a autores contemporáneos -los del boom latinoamericano-que, si alguna vez mencionaban a Chile, era para agregar que jamás pondrían un pie en esta ínsula perversa, antes de que cayera el tirano. Ocurrencia que a los hijos de la época se nos hacía utópica, remota. Jamás caería el tirano. Yo jamás conocería a García Márquez, a Mario Vargas Llosa; nunca llegaría a acercarme a Carlos Fuentes.
De a poco, sin embargo, los mayores empezaron a volver. Desorientados, escépticos, comprobaron que, contra toda esperanza, bajo la piedra de la dictadura en Chile sobrevivía la vocación literaria. Primero llegó Jorge Edwards, después José Donoso, más tarde Antonio Skármeta. Cuando Donoso retornó a Chile, en 1980, fundó un taller literario que resultaría clave en el surgimiento de algunas voces de esta generación.
El taller funcionaba en la calle Galvarino Gallardo del barrio de Providencia -en efecto, se ve una mano ``providencial'' en todo aquello-, los martes de 6 a 8 de la tarde. Llegábamos de a uno desde diferentes puntos de la ciudad, nos identificábamos a través del citófono y subíamos hasta el estudio en la buhardilla. En el ambiente de delación y sospecha que se vivía en el Chile de aquella época, cualquiera habría dicho que parecíamos una célula de conspiradores. Y en cierto modo lo éramos: practicábamos un tipo de resistencia que el poder no podía detectar y que, sin embargo, lo refutaba. El taller funcionaba como si la dictadura no existiera. Creo que puede haber sido el único lugar privado en Santiago, donde se juntaban más de dos personas sin ponerse a hablar de inmediato sobre las urgencias dolorosas de la política de entonces. Se hablaba de literatura; se leía a autores que no podían ser menos subversivos o comprometidos: Henry James, Marcel Proust. Creo que este ejercicio semanal de resistencia pasiva, literaria y espiritual, a la Historia que nos había tocado, nos marcó a fondo a varios de nosotros. El poder podía ser discutido en nuestro terreno y con nuestras armas; nuestra victoria sería llevar a la excelencia el acto mismo de escribir. Como dijera en aquella misma época el poeta Enrique Lihn: porque escribí, porque escribí estoy vivo...
En ese taller le celebramos un cumpleaños a Pepe. Le armamos una Coronación con otros siete u ocho alumnos. Le cantamos happy birthday y le pusimos una coronita de fantasía, los diez encerrados en aquella buhardilla brindando en vasos de papel. Esa fue la fiesta de cumpleaños de José Donoso, el 82 u 83. Luego nos desbandamos antes de las doce de la noche, a la rápida, pues había toque de queda y estado de sitio en Chile. Y sin que pudiéramos imaginarlo, eso era el origen cuasi clandestino y privadísimo de la Nueva Narrativa chilena.
El origen de una generación literaria suele ser el relato de sus influencias, y el modo de librarse de ellas. No sólo debíamos hacerle el quite a la historia que nos acosaba, sino también al cliché de que Chile era un país sólo de poetas. En el fondo, creo que esto último no fue tan difícil. Ser un narrador chileno, contra ese estereotipo, resultaba una mera cuestión de supervivencia. El peso de nuestros monumentos líricos, de Pablo Neruda, de Gabriela Mistral, ya había aplastado a varias generaciones de neruditas y gabrielitas. Y la progresiva falta de éxito de los proyectos poéticos alternativos que los sucedieron, creaba un evidente vacío de poder literario. En cambio, nuestra tradición narrativa es mucho menos pesada. Mucho menos que la argentina, para compararnos con un caso cercano. De hecho, a varios de nosotros nos parecía que los narradores del cincuenta -los contemporáneos del boom latinoamericano- habían sido la primera generación en nuestra historia que había mostrado una efectiva ruta de renovación y profundización estética para la narrativa chilena. Eran los primeros narradores artistas en nuestro medio.
Resumiendo, creo que estas fueron las condiciones gestadoras clave para el surgimiento de la generación de narradores a la que pertenezco (o al menos de aquellos con los cuales me identifico). Crecimos en una extrema soledad, que paradójicamente inducía a una extrema libertad creativa. Es posible que a algunos les suene hasta obsceno hablar de libertad creativa en el universo privado de los escritores, aislados en medio de la oscuridad social y política que entonces se vivía. Pero las paradojas son las reinas en el mundo del arte. Empleando una de las metáforas clave de José Donoso: los niños se habían quedado solos y dueños de la Casa de Campo. Ya que no la casa real, la casa de la imaginación era toda nuestra.
El nacimiento
Lo anterior se refiere a la gestación. Por lo que toca al nacimiento, éste se produjo con la recuperación democrática, en 1990. Después de una gestación tan larga y traumática no es de extrañar que el parto tuviera algo de explosivo, de reventón. La Editorial Planeta, filial chilena del grupo español, fue una de las parteras de este nacimiento. Sus editores anticiparon correctamente el deseo del público por leer algo nuevo, algo que probara, al menos en el terreno de la ficción, que las cosas habían cambiado, que la ``alegría había llegado'', para usar el lema de la campaña democrática que derrotó a Pinochet en el plebiscito del 89. Y empezó a publicar autores de la nueva generación, hasta entonces completamente desconocidos por el público. La segunda matrona que intervino en el parto de esta generación fue la Revista de Libros del diario El Mercurio -suplemento dominical surgido como respuesta competitiva a las páginas de Literatura y Libros del diario La Epoca. La Revista de Libros le dedicó una gran atención a la nueva narrativa durante casi toda la década, destacando y criticando sus obras una por una, además de dibujar la caricatura del autor a toda página, sin olvidar la enorme difusión y convocatoria del Concurso Literario creado por la misma revista.
Muestra característica de los precarios equilibrios de la transición chilena, esta combinación de fuerzas entre una poderosa editorial trasnacional y un medio de prensaÊtradicional de fuerte tendencia conservadora, permitió, sin embargo, el conocimiento y difusión de narradores originales y poderosos. Ya hacia 1993 se hablaba en Chile del boom de la Nueva Narrativa chilena. Por ejemplo, la novela La ciudad anterior, de Gonzalo Contreras, ganador del primer concurso de esa revista, llegó a vender 25,000 copias. Algo inusitado para estándares latinoamericanos.
Las tendencias
Así se gestaron y nacieron, a mi juicio, las corrientes predominantes hoy día en la narrativa chilena. Ahora que ya han crecido y se han desarrollado un poco, la crítica académica ha empezado a separar la paja del trigo. En su libro La novela chilena, nuevas generaciones, Rodrigo Canovas ha distinguido tres tendencias, a la luz de las imaginaciones que proponen sus autores.
Habría una corriente denominada como ``de imaginación publicitaria'', formada por narradores en general muy jóvenes que recogen el logotipo cultural norteamericano de la sociedad de consumo, algunos en forma paródica, otros sin crítica ni mediación. Lo pescan directamente del satélite, podríamos decir, para hacer una literatura signada por la recepción del rock, la hamburguesa y el mall en la clase media latinoamericana recién nacida al teleconsumo. Sus representantes más interesantes y destacados en Chile, que no hace mucho lanzaron una antología latinoamericana de su tendencia llamada Mac Ondo, son Alberto Fuguet y Sergio Gómez.
Habría una segunda corriente, marcada por una imaginación que esta crítica ha llamado folletinesca, sin hacerlo peyorativo. Es decir, relatos que desde subgéneros como el rosa, el policial o la historia de aventuras, hacen la propuesta latinoamericana de una narrativa al servicio de segmentos de lectores claramente determinados. Un cierto relato de aventuras y de serie negra, representado por Luis Sepúlveda, o una literatura de identificación emocional generalmente seguida por un público femenino, como la que difunde con gran popularidad Marcela Serrano, son las tendencias más conocidas.
Por último, habría una tercera variante, que se ha llamado ``de imaginación poética''. De lírica no tiene nada, pero se afinca predominantemente en el lenguaje y dialoga con las tradiciones literarias, en especial europeas. En esta imaginación, en Chile, podríamos ubicar las propuestas vanguardistas de Diamela Eltit, las neonaturalistas de Arturo Fontaine, las existenciales de Gonzalo Contreras, las paródicas de Jaime Collyer.
El futuro
Ahora hagamos de pitoniso un rato. Para el futuro veo dos desafíos: uno interno y el otro de fuera. El desafío externo más peligroso que enfrenta la narrativa chilena y, supongo, otras nuevas novelísticas latinoamericanas -cuando hay expectativas fundadas de que algunos de sus autores sean traducidos y se publiquen en otros países-, es el actual contexto de recepción y lectura de nuestras obras, especialmente en Europa y los Estados Unidos. Es probable que las señales que esa recepción europea reenvíe a nuestras sociedades todavía culturalmente coloniales, sean consideradas en nuestra provincia como la prueba única de validación, el doctorado extranjero que cada intelectual latinoamericano debe exhibir si quiere ser reconocido por sus pares. Ante esto, es crucial reconocer un hecho: a diferencia de lo que ocurriera con el boom latinoamericano y con la generación posterior (la de Bryce Echenique, digamos), las traducciones de latinoamericanos de la nueva generación que hoy se leen en Estados Unidos y Europa, son mayoritariamente productos cercanos a esa imaginación folletinesca, el relato rosa o subgéneros variados. Con alguna excepción, los nuevos escritores que destacan en los escaparates internacionales conforman un proyecto de best seller latinoamericano, promotor de una imagen de nuestros países que pasó, para peor, del estereotipo mágico al del culebrón literario.
Los escritores latinoamericanos, y entre ellos los chilenos de la Nueva Narrativa, que enfrentan sus oficios desde la ``imaginación poética'', más que desde la folletinesca o la publicitaria, tienen por delante la vieja batalla de afirmar su derecho pleno a la cultura occidental, sin que para ir a Europa y el resto del mundo debamos pagar peajes en plumas o ``aguas para chocolate''.
El desafío interno que deberemos enfrentar en cada uno de nuestros países será la expresión contemporánea del tradicional dilema latinoamericano de cosmopolitismo versus indigenismo. Habrá quienes nos pedirán que nos disolvamos en el relato de la alienación cultural norteamericana emparejadora y supranacional (ese es el cosmopolitismo clase turista de hoy). Y habrá quienes nos exigirán fidelidad a lo vernáculo y responsabilidad social.
Frente a este dilema, creo que muchos seguimos la opción de Darío (``y muy moderno; audaz, cosmopolita'') y de Borges (``nuestra tradición es toda la cultura occidental''). Somos cosmopolitas: la cultura occidental es nuestra, puesto que el idioma en que escribimos es occidental y contribuyó a formarla (y ello incluye todo Occidente, en tiempo y espacio, no sólo a la sociedad de consumo posguerra fría). Y también somos indígenas. Lo somos de un modo inevitable, sin proponérnoslo; indígenas, sobre todo, en nuestro esnobismo de occidentales marginados.
De modo que una vez más el mentado dilema es falso. En realidad, pienso, será sólo en la actitud ante nuestro oficio que finalmente nos distinguiremos unos de otros. Muchos autores latinoamericanos de las generaciones recientes no renunciamos a la forma por los temas, no separamos la narrativa del estilo. Quisiera creer que, como fue en el pasado, el arte de la literatura es lo que sobrevivirá.
Y confío en que, merced a ello, el futuro siga siendo inescrutable. Como toda clasificación, la que distingue entre publicitarios, folletinescos y poéticos, no agota la realidad y, de hecho, parece más bien un acicate para desbordarla. Ciertos autores nacidos en uno de sus apartados ya están mezclando apresuradamente sus tintas con otros. Es el caso de Alberto Fuguet, que en su última obra transgrede sus propios códigos realizando una interesante evolución creativa. De hecho, los más versátiles autores chilenos de hoy son los que se están atreviendo a combinar esas tres imaginaciones -y varias otras- creando formas originales e impredecibles. Este mestizaje sería, por lo demás, una manifestación actual de la vieja y aguda tendencia chilena al eclecticismo. En Chile los estilos siempre se bastardizan, se mechan, se confunden. Hoy, en la gran bacanal de sentidos de fin de siglo, la novela chilena podría estar sintonizando al fin con su ancestral utopía: el pathos de lo poético, unido al ethos de lo social, viajando en uno de nuestros micros de telenovela.