José Antonio Rojas Nieto
Electricidad y globalización

La mejor manera de asistir a un país -asegura el Banco Mundial- es presionarlo para que privatice la industria eléctrica, los puertos, ferrocarriles, aeropuertos y telecomunicaciones, se indica en el documento reseñado por los corresponsales de La Jornada en Washington, Jim Cason y David Brooks. Ahí se señala que se impulsará la desincorporación de la industria petrolera. Así, se buscará que los activos eléctricos se privaticen y, quizá un poco después, la renta petrolera pase a manos privadas.

No extraña el programa del Banco Mundial. Tampoco que el gobierno de México haya confeccionado su estandarte con ese programa, en el contexto de una severa y agresiva política de ajuste.

No deja de causar admiración y vergüenza el juicio del Banco Mundial sobre el retraso relativo de México en los programas de privatización de la electricidad y del petróleo.

Para una mayor comprensión de las presiones privatizadoras, resulta útil el juicio de los profesores James Petras y Morris Morley (en John Saxe-Fernández; Globalización: crítica de un paradigma, UNAM y Plaza y Janés, 1998, presentado el jueves en Casa Lamm), quienes consideran que la presión privatizadora corresponde menos a una estrategia económica ineludible sino, más bien, a una estrategia política de control, en el contexto de una política de ajuste que ha abierto una espiral descendente para las clases trabajadoras y medias, a cambio de otra ascendente para las corporaciones multinacionales, banqueros y clases dominantes nacionales ligadas al Estado y a los circuitos externos.

Los autores aseguran que, ante la imposibilidad de que los funcionarios públicos y la clase política acumulen riqueza por las vías tradicionales de los años de prosperidad, los procesos de privatización facilitan la práctica de una corrupción que incluye comisiones a los empleados públicos que los impulsan, así como asociaciones de éstos con los beneficiarios del proceso, trátese de compañías nacionales o extranjeras. ¿Cómo estar seguros de que en México, el impulso privatizador es ajeno a esas presiones externas, en este caso del Banco Mundial, y realmente corresponde a una genuina visión del grupo gobernante? ¿Cómo, asimismo, persuadirse de que se trata de un proceso virtuoso, exento de toda corrupción, beneficio y asociación de funcionarios gubernamentales con los beneficiarios de la compra de activos nacionales y de la privatización de recursos nacionales? ¡Imposible, dadas las pruebas documentales y las experiencias recientes! Pero, entonces ¿qué hacer? Al menos, esforzarse por desentrañar y desenmascarar los vicios de estos impulsos y de estos procesos, como lo han hecho los corresponsales y los académicos mencionados, pero también los trabajadores y muchos organismos sociales no gubernamentales, que se esfuerzan por denunciar el carácter nocivo y regresivo de lo que Saxe-Fernández llama visión pop de la globalización, que asume y promueve la idea de que la dominación y la apropiación de los recursos naturales y los activos nacionales son resultado inevitable de esa globalización, porque se trata de una ruptura histórica y de un nuevo paradigma tecnológico ante los que no existen alternativas. La eficiencia sólo proviene de la competencia; la racionalidad sólo la otorga el mercado; el cambio técnico sólo puede ser fruto de la iniciativa individual; el desarrollo es fruto de la apertura económica.

Hasta el paroxismo se vende la idea de que la nación debe ser competitiva, para lo cual es preciso privatizar y garantizar estabilidad macroeconómica con fondos externos, eufemísticamente llamada hoy blindaje. No deja de admirar que el Banco Mundial insista en la necesidad de que se profundice la privatización eléctrica en generación y se amplíe a transmisión y a distribución ahora, y al petróleo cuanto antes. Más llama la atención que los funcionarios mexicanos acepten esa presión. Tampoco sorprende que se reclame el retraso con que México ha tomado el paso alentador de proponer enmiendas constitucionales al Congreso para permitir la inversión privada en el sector energía. A ese aliento se suman gobiernos, firmas internacionales de asesoría, multinacionales y fondos de inversión; menos con el ánimo de impulsar una nueva estrategia económica del desarrollo mundial y más con la determinación de lograr la rendición ante grupos y asociaciones empresariales, financieras y gubernamentales, que buscan consolidar su hegemonía en el mundo. Por ello, la privatización eléctrica en México se convierte hoy en una pieza ejemplar y simbólica muy importante de esa globalización de la dominación y la subordinación. Ni más ni menos.