MAR DE HISTORIAS
Antonia en San Mateo
* Cristina Pacheco *
Visto desde lo alto del camino, San Mateo parece una inmensa escenografía concebida en amarillos y ocres. Destella la lluvia matutina anidada en los techos. Se ven desiertas las calles de tierra apisonada. Columnas de humo negro se levantan entre las ramas de capulines y nogales. Son todas las señales de vida. Pienso que los habitantes de San Mateo lo han abandonado después de la tragedia. Aun así, continúo el descenso al pueblo.
En la primera casa, aislada del resto de las construcciones, aparece una mujer con un bebé prendido a su pecho. Como si adivinara lo que iba a preguntarle, alza el brazo en dirección al único edificio alto: la parroquia de San Mateo. Me dirijo hacia ella. Construida de espaldas a la carretera, apoyada en inmensas horquetas, la iglesia parece un gigante herido. Sobre la reja blanca una cartulina prohíbe el paso.
Comprendo la restricción cuando miro las cuarteaduras de la nave principal que de milagro soporta la carátula de un reloj paralizado. Trozos del campanario siguen dispersos por el atrio. Los transportes militares cargados con láminas para la reconstrucción lo han convertido en estacionamiento. Del atrio irradian las calles irregulares y las hileras de casas hechas con teja y enormes muros de adobe.
En un ángulo, frente a los portales donde languidecen tres comercios desiertos, un grupo de hombres rodea a uno que, ebrio, se mantiene en pie con dificultades. Es el primero en descubrirme. Se toca el ala del sombrero en señal de bienvenida. El movimiento pone en riesgo su estabilidad. Para justificarlo alguien me dice: "Solito con seis hijos, Ƒse imagina?" No me dan tiempo de expresar mi pésame: como en una procesión, el grupo se aleja rodeando siempre al viudo.
II
Las familias se arremolinan en los quicios de las casas que no han sufrido los efectos del temblor. Nadie, excepto las mujeres cargadas con manojos de rastrojo o de varas, parece dispuesto a aventurarse por las calles. Lodosas y desiguales, se han vuelto doblemente intransitables debido a los montones de escombros -tejas, ladrillos, tablas- sobre los que revolotean insectos.
Apilados como si fueran dólmenes, entre los inmensos bloques de adobe desprendidos de bardas y paredes se ven jirones, zapatos desiguales, envases, muebles rotos. Se diría que las mujeres aprovecharon el sismo para deshacerse de objetos inútiles antes de comenzar la reconstrucción. De algunas casas salen vaharadas de música tropical; de todas, los ecos de la vida cotidiana asordinados por el asombro, el temor y el reciente paso de la muerte.
El sonido de un motor me hace volverme hacia la calle principal. Aparece un camión de redilas en que viaja un grupo de hombres tocados con sombreros de palma. Pienso que vuelven de la labor. Rectifico cuando un vehículo más pequeño, ocupado por mujeres, toma el mismo rumbo y alguien me explica: "Vienen de llevar flores al cementerio. Está a mano derecha del camino".
La curiosidad con que al principio me observaron se ha convertido ya en indiferencia. Los sanmatenses vuelven a centrar su interés en los transportes militares que siguen apareciendo cargados de lámina. Su destino se lee en mantas ondeantes sobre las portezuelas: "Reconstrucción".
III
Llego hasta la última casa de San Mateo. La rama de un nogal cargado de frutos reposa en un ángulo de la barda. A medio derribar, expone una pared ahumada y pretiles que sirvieron para dividir el espacio. Nadie me prohíbe acercarme a los escombros. Su eje es una mesa angosta, de madera abrillantada por el uso y la llovizna que ha vuelto a caer. Cuando me protejo bajo la rama del nogal descubro a una mujercita que, indiferente a la lluvia, permanece sentada en un pretil, contemplando los restos de un libro de lectura.
"Véngase para acá: no siga mojándose", le grito. Sigue inmóvil. Abandono mi refugio y me atrevo a sentarme junto a ella. Su vestido blanco acentúa el negro azuloso de su cabello grifo, salpicado de tierra y briznas que parecen astillas. Ante mi presencia, se ordena la ropa, alisa el mechón que le cae sobre la frente y me sonríe. Esto me da valor para preguntarle: "ƑEs su casa?" "Era, sí, era". Al responderme se forma entre sus labios una ola de saliva espesa y blanca. "ƑNo le molesta que haya entrado?" Me contesta con un movimiento de cabeza que refleja total indiferencia.
Se escuchan pasos que descienden por la calle. Una mujer, con los lentes asegurados por dos agujetas, asoma la cabeza por sobre la barda, lo inspecciona todo con la mirada y se aleja sin responder a mi saludo. Al volverme descubro que Antonia está más cerca y me ve con mayor curiosidad. Para satisfacerla le digo mi nombre. Ella me dio a conocer el suyo: "Antonia Tecómitl". "Es un nombre muy bonito", le digo, y le ofrezco la mano. "Pues era, sí, bonita nombre", me responde sin demasiado énfasis. Luego clava los ojos en la pared ahumada. "Le recuerda la tragedia", pienso.
Miro en la misma dirección y comento, segura de que Antonia comprenderá que aludo al terremoto: "Debe de haber sido terrible". Sin prestarle atención a la mosca que se ha posado en su frente, Antonia me sonríe y puedo ver cómo crece el espumarajo de saliva entre sus labios delgados. "ƑEstaba sola a la hora del temblor?" Mi pregunta la entristece. "Estoy solita, sí".
Siento impulsos de abrazarla. Lo hago y me envuelve el fuerte olor a humedad que emana de sus ropas. Culpa a la lluvia que, según el aspecto de San Mateo, ha estado cayendo intermitentemente desde la mañana del sismo y arrecia en este momento. "Nos vamos a dar una buena mojada. Deberíamos irnos a la casa de enfrente, Ƒno le parece?"
Los hilos de agua que resbalan por la cara de Antonia se mezclan con la saliva. "Mis seis hijos están allí, están bien. Yo los mandé para allá antes..." "ƑDel terremoto?" Asiente y se mira las manos, más oscuras que la piel de su cara.
Durante minutos permanecemos en silencio. Escuchamos el motor de los camiones, el ladrido de los perros y la música tropical que, en medio del desastre, suena tristísima. No puedo refrenar mi curiosidad: "ƑEspera a alguien?" Antonia agita la cabeza: "Ya no me espera nadie. No, ya no. Nada más cuido." Me doy cuenta de que Antonia vuelve a responder en otro tiempo y de manera confusa. Lo atribuyo a las circunstancias y miro otra vez las ruinas que hablan de una miseria hecha pedazos. "Pero si no quedó nada. Mejor váyase con sus hijos".
Antonia se estremece: "ƑY mis santitos? ƑLos dejo? Son niños. Su Santo Padre y su Santa Madre cuidaron a los míos. Yo no puedo dejarlos solitos". Hace una pausa y agrega con una fuerza que me obliga a ver en la dirección señalada: "Allá, allá." Me levanto alarmada.
Me cuesta trabajo descubrir, bajo los restos de un tejado, una pobre construcción de madera con restos de pintura azul que protegía las imágenes del Niño de Atocha y el Niño Ciego. La humedad ha llenado de ámpulas a los santos. Quiero advertírselo a Antonia pero ya no la veo. Pienso que tal vez ha hecho caso a mi consejo y abandono las ruinas, decidida también a salir del pueblo.
Mi primera informante continúa en la puerta de su casa y con el niño en brazos. Sin que esta vez tenga que preguntarle nada me dice: "El cementerio está allá". Sigo esa dirección como si obedeciera una orden. La reja blanca está entornada. Entre los tumultos desordenados veo tres formas cubiertas de flores con una cruz en medio. Sólo en la última hay un nombre: Antonia.
A la memoria de Joaquín Díez-Canedo.