Rolando Cordera Campos
La universidad: memoria y ambición

Después de la concentración universitaria del jueves pasado en la Plaza de Santo Domingo, sobresale la falta de perspectiva. Los universitarios que acudieron al Centro Histórico confirmaron su voluntad pacífica y su reclamo firme a quienes tienen cerrada la máxima casa de estudios de que, simplemente, la abran. Por su parte, los huelguistas y su coro un tanto menguado de profetas de fin de semana mantiene su letanía de acusaciones sin sustento, mientras buscan nuevas fuentes de inspiración para que su delirio se mantenga en pie.

No hay razón para que la Universidad Nacional siga cerrada, pero lo cierto es que en el conflicto impera un peligroso impasse. Se trata de una parálisis cuya superación sólo puede romperse mediante iniciativas políticas y riesgos retóricos, más que a partir de ``mediaciones'' que sólo confunden. Si algo puede dañar todavía más a la UNAM es la catarata de advertencia catastrofistas sobre conjuras y conspiraciones de toda laya, que al final no hacen sino reforzar el aislamiento que acosa y paraliza al pensamiento de los universitarios.

Hay, sin duda, una sociología debajo del movimiento estudiantil que desembocó en esta ominosa huelga. Sus crestas emergieron desde mucho antes y pudieron observarse en la conducta de los grupos estudiantiles más jóvenes e irreductibles que participaron en el Congreso Universitario de hace ocho años. Sus rasgos centrales eran la pobreza urbana original y mantenida de sus miembros, así como una especie de voluntad ``juramentada'' que se negaba a cualquier reflexión que pudiese desembocar en diálogo o acuerdo.

También hay una ``ideología'' de la universidad que poco hace por esclarecer los nuevos vínculos que la institución tiene que establecer con el resto de la sociedad, y que prefiere imaginar una universidad aislada, torre de marfil, sin mayor contacto con la producción o la sociedad concreta y desgarrada.

En el congreso, lo recordarán algunos, estos extremos hostiles a la universidad moderna se dieron la mano aun sin quererlo, y produjeron los términos de un empate lamentable que sin ser explícito, ha privado en las deliberaciones del quehacer universitario. Si en la universidad no hay intercambio crítico de discursos, simplemente no hay política universitaria: todo queda al amparo de las fuerzas y las tormentas de la otra política, que sin mediaciones pronto se vuelve demagogia grosera y casi siempre destructiva.

Una especie de redentorismo larvado se apoderó de las huestes estudiantiles que no hicieron el tránsito a la política normal de la burocracia y la democracia representativa, y pronto derivó en el rechazo militante, imaginado como opción revolucionaria a todo intento de actualización de la estructura universitaria. No sólo en materia financiera, sino también en la organización y la calidad del saber, en la investigación y el currículum.

En el otro extremo, se cultivó la idea de la investigación como refugio y la mayoría prefirió olvidarse del asunto. La pradera, mientras tanto, se secó gracias a la economía y la demografía implacables, sin que nadie o muy pocos se dieran cuenta, a la espera de cualquier chispa. De aquí partió este triste y demoledor desfile de Hammelin.

Ni la sociología ni la ilusión ideológica pueden dar explicaciones o justificación suficientes. Qué sigue y hacia dónde, son preguntas elementales pero aún sin respuesta, que toca buscar a los muchos estudiantes y profesores que comparten la visión de una universidad activa, reflexiva y actual, a la vez que comprometida con sus misiones clásicas de producción cultural y formación de ciudadanos responsables.

Esas no son preguntas que vayan a responder los diputados convertidos en mediadores, pero tampoco lo van a hacer los fáciles alineamientos de los manifiestos. Lo que importa en la universidad asediada de hoy es la recuperación del sentido de lo académico, la afirmación sin concesiones del valor nacional de un conocimiento que no se puede importar así nada más, que tiene que producirse de forma organizada y libre, con base en el respeto y el apoyo activo del Estado y del resto de la comunidad nacional.

Configurar esos apoyos y darles duración para el conjunto de la educación superior mexicana, debería ser la tarea principal de los legisladores que hoy se ofrecen como árbitros. Debería ocupar también lo mejor de los ingenios financieros en el gobierno y la empresa, ocupados hoy del recorte fiscal o la búsqueda de salidas de excepción.

Mientras todo esto se logra, si es que se logra, el campo universitario mantendrá su imagen de espacio vacío, abierto a los dictados del azar, cuando no de terreno minado donde cualquier explosión puede ocurrir. El país habrá renunciado a una de sus grandes ambiciones.