En el recuento de los daños que como hábitos culturales ha dejado el régimen priísta a la sociedad mexicana en su conjunto debe estar la noción y práctica de la falta de respeto a las leyes y reglamentos, que de observarse, harían más civilizada la convivencia y las relaciones sociales tanto en las pequeñas comunidades como en las grandes ciudades del país. La principal fuerza que ha vulnerado el estado de derecho en la nación es, al mismo tiempo, la encargada de resguardarlo y fortalecerlo: la simbiosis histórica PRI-gobierno.
Si por leyes progresistas fuera, nuestro país es uno de los que van a la vanguardia en casi todos los órdenes. Tenemos bonitas legislaciones laborales, ecológicas, electorales, sanitarias, comerciales, educativas, financieras, etcétera. Nada más que se quedan en el papel y cotidianamente son vulneradas no solamente por las autoridades sino también por ciudadanos y ciudadanas que hacen de la transgresión de las normas una costumbre muy arraigada. El efecto acumulativo de las pequeñas transgresiones de la ciudadanía se constata en un entorno social agresivo y caótico. A la crítica de la herencia cultural priísta, reproducida incluso en espacios políticos antagónicos a ese partido, le debe acompañar un análisis serio de cómo evitar los usos y costumbres antidemocráticos en fuerzas y movimientos sociales que luchan por una sociedad más justa e incluyente para todos.
En la reflexión sobre la inseguridad y la delincuencia que ha lastimado severamente a millones de mexicano(a)s hay que ir más allá de la necesaria eficacia y honestidad de las fuerzas policiacas. Es imprescindible, también, tratar de identificar las múltiples causas que nos han llevado al estado en que nos encontramos. La angustia y reclamo social que levantó el asesinato del animador de televisión Paco Stanley puede servir para trascender las voces que claman por la instauración de un estado de sitio y en su lugar abrir los cauces para algo que pudiera sonar a moralina pero que es, me parece y estoy convencido de ello, una necesidad vital en estos momentos: un examen de conciencia personal y social. La solución no está en instaurar la pena de muerte, como la pidieron reiteradamente distintos personajes en Televisa y TV Azteca. Tampoco se encuentra en desatar la histeria colectiva, que deja entre sus presas sembrada la idea de que mientras las cosas se componen es preferible empistolarse lo mejor que sea posible.
Uno de los peligros de la violencia que irradia desde focos bien identificados es que termine por imponer su irracionalidad al conjunto de la organización social. Por esto es de particular importancia el comunicado de Cuauhtémoc Cárdenas a la opinión pública que ayer apareció en distintos medios de la prensa escrita. Dijo que además de las acciones policiales que se requieren para enfrentar a la delincuencia, ``...hay que indagar aún más profundamente en el porqué se ha llegado a esta situación, por qué razones se da la terrible expansión del crimen organizado a lo largo y ancho del país, qué lo alienta, qué lo protege, a quién beneficia más allá de los delincuentes visibles''. Tal ejercicio de indagación habrá que hacerlo en reuniones y foros ``...en donde autoridades, instituciones académicas y políticas, organizaciones no gubernamentales y ciudadanos ahonden en el análisis de las causas que han llevado a la delincuencia organizada a la expansión hoy tan visible en todas regiones y ciudades, tan costosa en vidas y desintegración del tejido social''. La solución, que conlleva esfuerzo y organización de largo alcance, es reconstruir el tejido social desmadejado por intereses que se han servido del poder político y económico por décadas.
Es justa la aspiración de la mayoría para que en México el gobierno cumpla su papel reproductor de la legalidad (y las instancias de representación popular deben vigilar que así sea, lo mismo que los ciudadano(a)s y sus organizaciones), pero igualmente es central que en los espacios independientes del gobierno se vayan creando convicciones y prácticas cívicas y civilizantes del entorno inmediato. La idea mesiánica de que todo se resolverá justamente cuando llegue al poder una fuerza que reemplace al régimen autoritario es una concesión política y epistemológica que tiene consecuencias negativas para quienes buscan democratizar nuestra sociedad. Anthony Giddens acierta al sostener que ``La decadencia cívica es real y visible en muchos sectores de las sociedades contemporáneas, y no sólo un invento de políticos conservadores''. Para que nuestra transición a la democracia no se quede incompleta, nada más en el terreno político-electoral, hace falta que la sociedad civil que tan decididamente ha batallado contra el régimen priísta mire a su interior y no deje pasar más por alto conductas antidemocráticas en su seno. Hay que reconstruir el tejido social desde todos los ámbitos de la sociedad, educar para la civilidad.