En estos días se cumplen los 60 años de la emigración republicana española que tanto enriqueció la vida intelectual y artística de nuestro país. Entre las celebraciones a que el suceso obliga, el mundillo teatral dedicó un merecido homenaje a Rafael López Miarnau, el director de memorables escenificaciones. (Y no puedo evitar declarar la molestia que la desmemoria de muchos produce. Anda por allí un señor llegado mucho más tarde que el exilio, que sirvió desde un instituto al gobierno franquista con el que no teníamos relaciones y que se ha constituido en vocero casi oficial de la causa republicana). En esta temporada de añoranza, un año después del centenario de García Lorca es escenificada Yerma por Manuel Montoro, ese otro director español que no llegó con los transterrados, pero que, como ellos, aportó su concepción escénica a nuestro teatro.
El poema trágico, como lo calificó su autor, ha querido ser visto como un lamento de la esterilidad que la homosexualidad provocaba en Federico García Lorca, lo que creo que es exagerar un análisis. La protagonista es una más de las mujeres, enclaustradas por una estúpida moral, que pinta el poeta, víctima también de la moralina hasta el extremo de que fue una de las causas de su tortura y asesinato. Yerma ha tenido que vencer su inclinación natural, que apenas comprende, por Víctor para desposarse con el machista Juan. Condenada a una vida de encierro, con un hombre que está poco en su lecho y sin el hijo que le daría la razón de ser que la estrecha sociedad en que vive le impone, la mujer sufre su vacío. El drama puede entenderse así como una metáfora de la represión, pero también como el cruel retrato de una angustia femenina.
Resulta un texto mucho más complejo de lo que a simple vista aparece. Estrenado en 1934 por Margarita Xirgú, en el teatro Español, comparte lo simbólico desde el título, lo poético de las canciones que entonan el coro de las lavanderas entre otros, y un dibujo inusitado de esa protagonista que elige, casi sartreanamente, liberarse de la angustia al matar al único, no amado, hombre que su honra le permite como padre del niño. Mezclados a todo ello, muchos momentos de impecable realismo.
Manuel Montoro y el escenógrafo Guillermo Barclay plantearon en su escenificación todas estas vertientes de la obra, con dispareja fortuna. Conozco bien las propuestas de ambos teatristas y sé que prefieren un diseño escénico fluido, sin rupturas de oscuros y mucho menos de telones. Al respetar los que indica García Lorca corrieron el riesgo de resultar anticuados, pero lo hicieron por esa doble concepción de los escenarios que había que cambiar según el tono de la escena. Muy realistas, de paredes encaladas, encortinados de rayas y cañizas, puertas y ventanas practicables, para los interiores en donde se desarrollan las escenas más realistas. Muy estilizadas, las exteriores (a excepción de la última) en las que corre el hálito simbólico-poético. No siempre se entiende esta propuesta y en alguna escena, como la del coro de las lavanderas en el río, el flujo del agua no queda delimitado, por lo que mucho se pierde la idea del lugar marcado. Sobre una plataforma que no cambia y con rompimientos estables, las paredes y las escaleras desaparecen o se transforman para dar los diversos espacios. Barclay añadió un falso proscenio que no se usa, pero que sirve para dar profundidad a su escenografía.
No logro entender algunas cosas. Una, el vestuario -muy matizado en cuanto a colores- que no identifico. Otra, la razón de que el Macho y la Hembra de la escena de la ermita no tengan las máscaras ``de gran belleza y con un sentido de pura tierra'' que García Lorca pide. Por cierto que esta escena es muy deslucida, falta de la alegría pagana necesaria, muy por debajo de las dotes del director.
Me costó cierto trabajo decir lo anterior de Montoro, pero poco me explico esta escena. Tampoco, conociendo lo sabio que es para dirigir actores, entiendo que Blanca Guerra, como una espléndida Yerma que transita de la ingenuidad juvenil al impulso casi demoniaco, esté tan sola, actoralmente hablando. Destellos en Salvador Sánchez, buena réplica de Graciela Doring y lo demás es un páramo que va de lo mediocre a lo malo y en donde sólo Blanca Guerra confirma su estatura de actriz, como si hubiera sido la única a quien el director cuidara.