Con motivo del lamentable asesinato de Paco Stanley, las dos cadenas de televisión de mayor poder en México abusaron, y siguen abusando, de la tragedia para lanzarse en abierta campaña inquisitorial en contra del gobierno del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas. Arrogándose funciones y facultades de juez general o vocero autodesignado de la nación, Guillermo Ochoa sentó en el banquillo de los acusados al secretario de Seguridad Pública, Alejandro Gertz Manero, y lo interrogó como si fuese directamente el responsable del asesinato, cuando es evidente que se trata de un atentado perpetrado por el crimen organizado por motivos aún no esclarecidos.
En el mismo tenor, Ricardo Salinas Pliego pronunció un pésimo discurso ante las cámaras para exigir la renuncia de las autoridades del Distrito Federal, como si se tratara del representante de alguno de los poderes de la Unión. Así también, Javier Alatorre se valió del resentimiento envilecido de Carlos Castillo Peraza para condenar al gobierno del Distrito Federal, sin juicio previo, por un crimen que no podía prever ni mucho menos evitar, como sucede en el caso de casi todos los crímenes.
Pero la incongruencia espiritual, ética e institucional de las cadenas del espectáculo televisivo va mucho más allá. Resulta realmente conmovedor que Salinas Pliego surja como defensor de la moral pública, cuando todavía no esclarece de qué manera obtuvo el préstamo de Raúl Salinas para adquirir el consorcio Azteca, y menos aún aclara de qué tráfico de influencias se valió para comprarlo en inmejorables condiciones. Tampoco otorga autoridad moral la extorsión de los trabajadores mexicanos en el exterior que envían sus remesas por medio de Elektra. Más allá, tanto Televisión Azteca como Televisa desde hace mucho tiempo se convirtieron en los campeones de la violencia programada a través de los porno-shows del delito --Duro y Directo, Ciudad Desnuda, A quien corresponda, etcétera-- y la transmisión de cuanta serie estadunidense garantiza un grado suculento de violencia, crímenes, terror y bajezas. Cómo olvidar el intempestivo descenso y violento ascenso del helicóptero de Lolita de la Vega en Chiapas.
Es evidente, por razones propias y heredadas, la incompetencia y la impotencia de las autoridades del Distrito Federal para combatir el crimen organizado y garantizar la seguridad de la ciudadanía. Pero lo mismo cabe decir para todas las autoridades municipales, estatales y federales que infructuosamente tratan de contrarrestar la ola nacional de violencia criminal. Se trata de una impotencia compartida y no sólo exclusiva del gobierno cardenista como pretenden los voceros de las cadenas de televisión. El fundamento de la violencia que vivimos en el país es resultante de fenómenos comunes de carácter nacional, como pueden serlo una crisis económica sin precedente en profundidad y duración, la quiebra de pequeños empresarios urbanos y rurales, el desempleo y subempleo crónicos, el desgarramiento del tejido social, la existencia de 40 millones de personas en pobreza extrema, la inexistencia de un estado de derecho, la persistencia de la corrupción y la impunidad entre cuerpos policiacos, agencias del Ministerio Público y juzgados. En términos objetivos es mucho mayor la responsabilidad de los gobiernos priístas en la debacle nacional que trajo consigo el incremento de los índices delictivos, y se trata de los aliados dilectos tanto de Televisa como de Televisión Azteca.
La corrupción e impunidad en las distintas esferas y niveles de los gobiernos priístas han dado pauta al fortalecimiento de la narcopolítica, al endurecimiento del crimen organizado, a la expansión del crimen de medio pelo y sin mayor organización, así como al desquiciamiento de los valores básicos de la convivencia civilizada, a la expansión del individualismo extremo y del cinismo narcisista y psicopáta. Sin embargo, los medios de comunicación son igualmente corresponsables en el desarrollo de las tendencias centrífugas de la violencia social. Para las televisoras los incrementos en el rating suelen corresponder a los montos indiscriminados de impunidad ligados al espectáculo del crimen, al número de muertos por programa, y la trama y significado de los programas suele favorecer, tácita o explícitamente, a la red de intereses económicos, financieros, de poder o tráfico de drogas y armas que dominan el escenario mundial y que parecen justificarlo todo. El desquiciamiento social sigue siendo un buen negocio de los capos de la televisión y pretender lo contrario es mero acto de hipocresía.