Siempre existió

Raquel Peguero n La censura cinematográfica en nuestro país existe desde que este medio arribó a nuestras pantallas. El mismo Porfirio Díaz, consciente del poder de la imagen, comenzó a ejercerla, no de manera tradicional -cortando parte de las vistas-, sino manipulando su figura para enaltecerla y dejar así rastro histórico de su bonohomía. Venustiano Carranza siguió el ejemplo, pero agregó los cimientos que construyeron el edificio censor del futuro; primero creó una cátedra de Preparación y Práctica Cinematográfica en la Escuela Nacional de Música y Artes Teatral, a cargo del cineasta Manuel de la Bandera y, al año siguiente, "siguiendo las presiones de la prensa conservadora", implantó un reglamento de censura cinematográfica (la primera Dirección de Cinematografía) "de tipo moralista, con el pretexto de aumentarle los impuestos a las casas distribuidoras de películas", consigna Jorge Ayala Blanco en La condición del cine mexicano.

Aunque los distribuidores protestaron por ello, al considerarlo anticonstitucional, "pues está en abierta pugna con el artículo séptimo de la Constitución", señalaban en un desplegado, el secretario de Gobernación de la época, Aguirre Berlanga, respon-

tentacion dió que para nada iba en contra de la ley y que mas bien había que sorprenderse de que un órgano censor no se hubiera creado antes para "velar por la moral pública, prevenir delitos e impedir que se abran escuelas de delincuencia cualquiera que sea la forma que éstas se presenten".

Lo cierto es que, a partir de entonces se instauró y ha permanecido solapada a la manera en que Andrés de Luna define la verdadera censura, en su libro La batalla y su sombra. Dice: "La profunda, la que no consiste en prohibir, sino en alimentar indebidamente, en mantener, en retener, sofocar, enviscar dentro de los estereotipos (intelec- tuales, políticos, eróticos, novelescos), en no dar por todo alimento más que las palabras o las imágenes consagradas por el poder dominante, la materia repetida de la opinión privada que se hace pública porque cuenta con los canales adecuados para hacerlo" .

Por eso no fue nada raro que La sombra del caudillo (Julio Bracho, 1960) fuera confiscada por el gobierno la víspera de su estreno y se mantuviera enlatada durante 50 años, hasta que el escándalo de la censura hacia Rojo amanecer (Jorge Fons, 1990) la jalara hacia la pantalla para demostrar la apertura de criterios del sistema salinista, que permitió la exhibición de ambas a mediados de 1990. Por esas fechas, las pantallas se abrieron hacia otras cintas nacionales que se habían mantenido en stand by, fuera por su violencia, como Violador infernal, Las paradas de los choferes y La venganza de los punks, o por peligrosa para el Estado, como Intriga contra México, que asegura José Felipe Coria (Este país. Noviembre de 1992) estuvo enlatada tres años, y cuando se exhibió, "resultó un elogio desmesurado a la Presidencia (...) por la ingenuidad de su director, J. Fernando Pérez Gavilán".

Los hilos de la censura son tan enmarañados que hicieron que si bien las cintas de corte político tuvieran "suerte" para salir, las que debieron esperar todavía algunos años fueron las hard core. Así, el único género occidental, estelarizado por el falo, en el que la mujer no es castigada por mostrar sus deseos carnales, llegó legalmente a nuestras pantallas sólo en 1994. Recuérdese la fiesta que hubo en las salas cuando, después de 22 años de su estreno, pudo verse por fin en nuestro país la mítica y divertida Garganta profunda (Gerard Damiano, 1972), que si bien había hecho correr a varios en video propició que el circuito erocinematográfico se alimentara mejor y que RTC firmara la autorización de varias decenas enlatadasİ más los muchos paquetes que comenzaron a llegar.

La pornografía, a pesar de su público selecto, ha sido siempre satanizada. No fue gratuito que la obra completa de Pier Paolo Passolini no llegara a México hasta el 93, ni que cintas como El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972) o El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1975) debieran verse a hurtadillas, como si fuera pecado, o que sólo se viera por años la versión soft de Calígula. Todo eso que ahora parece que quiere volver no es sino el triunfo de la moral judeo-cristiana en la cultura -como reseñó Naief Yehya- en la que lo interesante es que "nos aterra menos ver un tipo destrozado por una sierra eléctrica que presenciar un acto sexual".