La Jornada viernes 4 de junio de 1999

Víctor M. Toledo*
Ecología, indianidad y modernidad

¿Bajo qué fórmula secreta 200 mil hogares japoneses logran garantizarse un abasto directo de alimentos sanos provenientes de productores orgánicos? ¿Por qué Cuba, la roja, se está volviendo verde? ¿Qué hizo posible que en el país más extenso del mundo, los indígenas inuit se volvieran los legítimos dueños de la quinta parte del territorio canadiense? ¿Cómo surgieron 15 mil empresas de agricultura orgánica en Europa? ¿Por qué poetas como Octavio Paz, multimillonarios como Douglas Tompkins, teólogos como Leonardo Boff, políticos como M. Gorvachov, o artistas como Maurice Bejart, reconocieron en la defensa del planeta la empresa suprema? ¿Por qué los campesinos de Centroamérica o los ``sin tierra'' brasileños están adoptando una agricultura ecológica?

¿Y en México? ¿Alguien logró anticipar lo que hoy hacen unas 2 mil comunidades rurales, artífices de innovadores proyectos de inspiración ecológica (forestales, cafetaleros, ecoturísticos, artesanales, extractivistas) quienes han logrado en la práctica aproximaciones concretas a la autonomía regional y a la autogestión local? ¿Qué misteriosa fuerza ha hecho que algunos ganaderos estén convirtiendo sus propiedades en ranchos ecológicos o conservacionistas? ¿Bajo qué reflectores se han sentado a negociar los hoteles cinco estrellas de Huatulco, imperios del confort, con las comunidades zapotecas de la Sierra Sur de Oaxaca para planear conjuntamente un manejo adecuado del agua?

Estas preguntas no parecen tener una misma respuesta. Y sin embargo, estoy convencido, son inercias que responden a un impulso común. Hoy en el mundo una nueva fuerza (¿ideológica?, ¿política?) se despliega como un proceso silencioso y profundo. Son las expresiones, minúsculas pero tangibles, de una nueva ciudadanía planetaria, los preludios de una civilización cualitativamente diferente, los esperanzadores cimientos de una ``modernidad alternativa''. Sus ``filosofías políticas'' (a menudo artificialmente colocadas bajo el término de ``sustentables'') no parecen moverse ya dentro de la geometría convencional de izquierdas y derechas, y dado que surgen como experiencias fundamentalmente civiles se hallan por fuera de las complicadas discusiones entre los apóstoles del Estado y los adoradores del mercado. Son, en el fondo, reacciones locales o microrregionales de la ciudadanía organizada, frente al proceso de globalización perversa que el ``sueño neoliberal'' pretende imponernos por todos los rincones del planeta.

Muy poco se ha documentado de estos nuevos movimientos sociales, y mucho menos se sabe de los resortes que los mueven. A pesar de su enorme heterogeneidad y versatilidad, su principal rasgo es que son iniciativas realizadas por actores dotados de una cierta ``conciencia de especie'', de una nueva ética ecológica que reconoce tanto los límites de la naturaleza como los abusos cometidos contra ella, y que por lo tanto vive preocupada por la supervivencia de la humanidad y de su entorno. Y es que hoy en día, la sociedad ya no puede ser pensada sin la naturaleza, y la naturaleza ya no puede ser visualizada sin la sociedad. Los tres siglos de industrialización que nos han precedido han subsumido los procesos naturales en los procesos sociales y viceversa.

Hoy, la sociedad global está impactando y desequilibrando varios de los principales ciclos y procesos de la naturaleza, y estamos ya ante lo que U. Beck ha llamado la ``sociedad del riesgo''. Los desusados eventos climáticos de la última década (incluyendo huracanes, inundaciones, sequías e incendios forestales), los impactos de los contaminantes industriales sobre la salud y los alimentos, los agujeros en la atmósfera y los nuevos organismos utilizados en la agricultura dan fe de ello.

Pero no sólo de ambientalismo se están nutriendo estos nuevos movimientos sociales. Su otra gran fuente de inspiración, explícita o no, proviene de los enclaves menos integrados y modernos del orbe, de las olvidadas reservas civilizatorias de la humanidad: los pueblos indios. Con una población de apenas 300 millones, estas culturas indígenas, hablantes de entre unas 4 mil a 5 mil lenguas diferentes, no sólo conforman la diversidad cultural del género humano, sus territorios se consideran estratégicos porque coinciden con las áreas biológicamente más ricas del planeta. En muchos casos son dueños, además, de enormes extensiones de bosque o selvas, o de las fábricas del agua que, kilómetros abajo, es utilizada en las ciudades y en la industria.

Su principal aporte sin embargo es ideológico. Los pueblos indios mantienen una visión del mundo de la que la percepción racionalista y utilitaria que prevalece en los espacios industriales ya no dispone. Para las culturas indígenas la naturaleza no sólo es una respetable fuente productiva, es el centro del universo, el núcleo de la cultura y el origen de la identidad étnica. Y en la esencia de este profundo lazo prevalece la percepción de que todas las cosas, vivas y no vivas, están intrínsecamente ligadas con lo humano.

Por lo anterior, cada día un número mayor de pueblos indígenas se lanzan a jugar los juegos de la ecología política, y recíprocamente cada vez más contingentes de ambientalistas, conservacionistas y de consumidores verdes, ponen sus esfuerzos en las luchas por la defensa de la cultura, la autogestión comunitaria y los territorios de aquéllos. Ecología e indianidad, lejos de ser movimientos reivindicativos dispares, tejen y entretejen los principios de una misma utopía, alimentando de paso la perspectiva de una modernidad diferente.

No se pueden terminar estas reflexiones sin señalar un hecho relevante. Dentro del panorama anterior, México, que es uno de los países bioculturalmente más ricos del mundo, está llamado a jugar un papel protagónico. No es posible visualizar un futuro justo para los mexicanos, sin desplegar todo el enorme potencial que dormita encerrado en las dos principales reservas que el país dispone: sus ricos recursos naturales y sus pueblos indígenas (su reserva civilizatoria). Aun las más escabrosas de sus problemáticas, Chiapas incluido, podrían ser resueltas cuando se logran iluminar desde estos nuevos paradigmas. Cuando se contextualizan como parte de las contradicciones entre sociedad y naturaleza, entre ``modernos'' y ``tradicionales'' (los mesoamericanos), entre las reivindicaciones locales y las demandas globales. Y esta nueva dimensión, que es la posibilidad de construir una ``modernidad alternativa'', debería de estar, por lo menos, en la mesa de las discusiones.

* Investigador del Instituto de Ecología, UNAM. Premio Nacional al Mérito Ecológico 1999.

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